A casi seis siglos de la conquista de América y su colonización, esta derivó en un masivo atropello a los nativos.
Aunque Colón puso rodilla en tierra y levantó la cruz cristiana, así y todo, la conquista española fue muy cruel con los indígenas de nuestro continente.
En cuanto pisaron la tierra aborigen, los españoles advirtieron el oro, metales y piedras preciosas. A partir de ahí, la codicia fue el principal móvil de los conquistadores. No obstante la brutalidad de la conquista, los historiadores rescatan en Colón su inmensa fe y creencia en la victoria universal del cristianismo.
En lo real, la expansión religiosa fue paralela y en sincronía con el sometimiento a los indígenas. Propagación de la fe y sumisión a la esclavitud se dieron indisolublemente unidas. (Nuestro papa Francisco, en su visita a Bolivia y Paraguay, pidió perdón por ello).
La superioridad de las armas de los conquistadores marcó la “diferencia” frente a los indígenas de arco y flecha, y así la diferencia rápidamente se convirtió en “superioridad”.
Colonizadores y colonizados no eran iguales. La diferencia por desigualdad se convierte en conflicto de identidades que no se reconocen entre sí. Todo ello resultó en violencia, esclavitud y sufrimiento humano.
El padre Bartolomé de las Casas había embarcado con Colón y al regresar a España le llevó a su hijo Bartolomé de regalo a un niño indio, como esclavo. Al poco tiempo, Bartolomé viaja a América junto con su padre y cultiva –junto a los esclavos– las tierras que Colón había asignado para que las trabajaran.
Conversión. Al llegar los Padres Dominicos a esas tierras (hoy Santo Domingo), en 1510, un día Bartolomé va a confesarse, los frailes dominicos lo bendicen pero le niegan la absolución por tener indios en encomienda en su finca. Ese acto impacta en el joven Bartolomé. Y ahí comienza su conversión.
Al poco tiempo, Bartolomé propone la defensa de las comunidades indígenas de la mano de los dominicos. De ahí en más se convierte en “protector de los indios”, va y viene entre España y América escribiendo, denunciando, interpelando a los reyes y a los clérigos que alababan la evangelización del nuevo mundo, pero a la vez omitían los informes sobre la crueldad, explotación y matanzas que describían los frailes en sus cartas.
Los sermones de Fray Bartolomé de las Casas en sus estadías en España fueron tan duros que le prohibieron predicar por dos años. La Iglesia oficial lo censuró. Porque sus enseñanzas eran: mirar desde la perspectiva del Otro y, en el conflicto colonia/metrópoli, optar por el lugar del oprimido. Fray Bartolomé no se dedicó a predicar la caridad culposa ni el amor abstracto, sino que decidió ir, observar, ponerse en el lugar del Otro. Y comprometerse. Al mismo tiempo sostiene que el Otro tiene derecho a elegir la vía para llegar a Dios, incluso a través de otros dioses.
Así enfrentó el pensamiento dogmático de la Iglesia monárquica: refutando a quienes sostenían que los indios no eran personas, sino salvajes o infieles.
La frase maestra de Fray Bartolomé fue: “La humanidad es una sola”.
Durante siglos, dominicos, jesuitas y franciscanos acompañaron humanamente a los pueblos colonizados de nuestro continente. Es la misma Iglesia popular que siglos después irrumpe desde los pobres y comienza la construcción de la Teología de la Liberación, junto a los olvidados por los poderes hegemónicos. Nuestro país ha conocido el valor de las misiones jesuíticas y su expansión en congregaciones, creando escuelas y capillas en todos los rincones, con preferencia hacia los más humildes.
En los finales de la etapa virreinal y la formación del primer gobierno patrio, en 1810, el vecindario salió a la calle y a la plaza a reclamar por un gobierno criollo. “El pueblo quiere saber” era consigna política de los jóvenes, los comerciantes y muchos intelectuales. El pueblo eran ellos. No contaban a los negros, ni a los indios, ni a los sirvientes y lavanderas, ni tampoco a los gauchos del interior. Cierto es que el 25 de Mayo fue una epopeya fuerte para su época, que quebró la paz colonial y cambió el rumbo de la política criolla.
Pero la consigna humanitaria de Fray Bartolomé de las Casas aún no había fructificado.
Recién con la Asamblea de 1813 se inicia la construcción de derechos, la abolición de prerrogativas y de la esclavitud. Aún no existían los derechos humanos. Ni tampoco existieron en la Constituyente de 1853 ni en las siguientes reformas.
La etapa peor –por antihumanista– fue en el siglo XX, durante la Primera y Segunda Guerra Mundial: allí se instalaron el horror y los genocidios, holocaustos y bombardeos, dejando millones de muertos, heridos, discapacitados y huérfanos.
Recién entonces, después del horror, nacería un nuevo humanismo. No el mismo que predicara Fray Bartolomé de las Casas en el siglo XVI. Sino uno acorde al reparto del mundo según la Conferencia de Yalta (febrero 1945) para definir la diversidad ideológica, la era nuclear iniciada y la creación de una coordinadora mundial, que fue la Organización de las Naciones Unidas (ONU, octubre de 1945).
Al año siguiente comenzaron las primeras conferencias de paz, y la preparación de los borradores hacia la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que resulta aprobada el 10 de diciembre de 1948 por todos los Estados integrados al sistema de las Naciones Unidas
Universal. Históricamente, los tratados o acuerdos entre países se denominaban “internacionales”. Y se hablaba de los derechos “del hombre”.
La Declaración Universal rompe ese criterio y adopta la palabra “universal”. Esa secuencia de universal-derechos-humanos fue un cambio de paradigma que les debemos a quienes prepararon el texto de la Declaración, en particular a René Cassin y Eleanor Roosevelt.
Cinco siglos después del dogma de Fray Bartolomé de las Casas: “La humanidad es una sola”, volvía a nacer el concepto de humanidad expresado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Jesuitas. No es una casualidad que en 2013 haya emergido un papa latinoamericano, jesuita, para que la historia continúe su camino de redención humana. Ni es tampoco casualidad que este papa latinoamericano fustigue la codicia, la explotación, la esclavitud, la idolatría del dinero, el descarte de los débiles, la anestesia de los ricos, el afán insalubre por el poder económico mundial de mercados y la especulación.
En su Encíclica Evangelii Gaudium encontramos la continuidad de la prédica misionera, adecuada a los signos de los tiempos. Francisco nos dice que no podremos erradicar la violencia mientras no se reviertan la inequidad y la exclusión. Y también nos recuerda que hay que mirar el mundo desde el lugar del Otro, que no es mirar al Otro desde un lugar ideológico ni desde el propio dolor, sino mirarlo en su situación, ponerse en su lugar y sentirlo. Es idea, es palabra y es gesto. Para convertirlo en acción.
Casa común. Acción que se expande ecuménicamente cuando predica el cuidado del planeta, de los bienes de la naturaleza, y de la humanidad entera.
Acción que se inscribe en el Sistema de los Derechos Humanos.
Los 70 años que cumple la Declaración Universal de los Derechos Humanos este próximo 10 de diciembre nos hermanan con sentido ecuménico, patriótico y cristiano, porque hemos aprendido que la humanidad es una sola y el mundo, nuestra casa común.
*Ex secretaria de Derechos Humanos de la Nación.