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Dossier especial (tercera entrega)

Lecciones de Malvinas

Primer día de combate. Estrategia británica de desgaste, el hundimiento del “ARA General Belgrano”, el desembarco en San Carlos. Un necesario pedido que obligó a sobrepasar la cadena de mando y la batalla a la altura –y en parte desconocida– dada por las fuerzas argentinas.

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Escena. En el General Belgrano murieron la mitad de los argentinos en el conflicto. | cedoc

Se inicia la guerra. Una distorsionada expresión del ser nacional, exitista y derrotista por antonomasia, no rescató en su justa medida la gesta del Atlántico sur, a pesar de que el propio adversario reconoció, valoró y elogió el comportamiento de nuestras fuerzas. Muchos dirigentes políticos desconocen, casi totalmente, cómo se desarrollaron las operaciones de Malvinas.

La primera guerra de la era misilística –como la calificaron fuentes extranjeras– tuvo la misma duración que la del Golfo, en 1991, en la cual la campaña aérea estadounidense duró 38 días y la terrestre solo cuatro días. En total 42 días, y tuvieron 144 muertos en combate. En Malvinas, la campaña aérea y marítima británica duró alrededor de veinte días y la terrestre, 24. En total 44 días, con un saldo de alrededor de trescientos británicos muertos en combate.

El adversario empleó simultáneamente una estrategia de desgaste a partir del 7 de abril: amenaza marítima, sanciones económicas junto con sus aliados de la OTAN, gestiones diplomáticas y un efectivo empleo de la acción psicológica, ante una incomprensible inacción política, diplomática y militar argentina. A partir del 1° de mayo el Reino Unido buscó la batalla decisiva.

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El día indicado, a las 4.40, un bombardero de gran altura –Vulcan XM 607, perteneciente al Escuadrón 101 de la Royal Air Force (Fuerza Aérea Británica)– lanzó 21 bombas de mil libras cada una sobre la península del Aeropuerto de Puerto Argentino, sector defendido por el Regimiento de Infantería 25, al mando del teniente coronel Alí M. Seineldín: la operación de bombardeo más importante realizada después de la Segunda Guerra Mundial. 

La máquina fue detectada por nuestros radares de vigilancia antiaérea, de doscientas millas de alcance, pero no entró dentro del alcance de los modernos sistemas de armas antiaéreas del Ejército: misiles Roland (6 km), cañones Oerlikon-Contraves de 35 mm (4 km) y Blow-Pipe portátil (3,2 km). 

Esa misma mañana, a las 7.45, presencié el primer ataque de cuatro aviones, en vuelo rasante, sobre el aeropuerto. Y a las 8.25, se produjo un segundo ataque con cinco, ambos con cazabombarderos Sea Harrier. 

La destrucción de las instalaciones fue importante, pero la pista quedó operativa. En estas acciones abrió fuego la artillería antiaérea derribando dos aviones y un tercero se alejó aparentemente averiado. El último derribo se produjo el 8 de junio. Se aprecia que las pérdidas británicas atribuidas a la artillería antiaérea fueron en total de 14 o 15 aviones Harrier y treinta helicópteros en distintas circunstancias.

La acción antiaérea fue uno de los pocos casos de actividad conjunta que se implementaron en Malvinas a nivel táctico, y aprecio que la profesionalidad y eficiencia evidenciada impidió que la guerra finalizara el 1° de mayo.

El estadounidense Thomas Milton afirmó: “Los artilleros antiaéreos argentinos, con medios inferiores en número y calidad, demostraron una peligrosidad tal que obligó a sus enemigos a volar a gran altura, fuera del alcance de sus misiles y cañones”. 

La revista especializada Armada International, en 1983, consignó: “Siempre se supuso que, para las fuerzas del Tercer Mundo, con modestos recursos en efectivos competentes, el entrenamiento plantearía serios inconvenientes. No obstante, parece ser que, en lo que respecta al sistema de misiles y cañones antiaéreos, las tropas argentinas estaban perfectamente capacitadas y emplearon eficientemente sus medios”. 

Durante toda la guerra los aviones enemigos exigieron un alistamiento permanente, lo que demandó un gran consumo de combustible para la operatividad de los radares, misiles y cañones antiaéreos, que trabajaban con grupos de generadores. La aproximación y detección de cualquier avión por los radares de vigilancia (200 millas de alcance) significaba una alerta roja, ya que resultaba imposible determinar si la misión del enemigo era un ataque, un reconocimiento o un rutinario patrullaje. 

Otro de los inconvenientes se originaba en la capacidad de responder a la guerra electrónica que perturbaba a los radares. Contra esa interferencia y engaño la defensa más eficaz era la conocida “agilidad” (cambios) de frecuencia que poseían los modernos equipos. 

Otra seria amenaza eran los misiles antirradiación Shrike (destinados a destruir radares atraídos por la emisión magnética emitida por el radar propio). El enemigo lanzó cinco o seis de ellos, pero solo uno, el 3 de junio, en horas de la madrugada, hizo impacto en un radar del Grupo de Artillería Antiaérea 601, produciendo la muerte del teniente Alejandro Dachary, el sargento Pascual Blanco y los soldados Oscar Diarte y Jorge Llamas.

El Sistema Conjunto de Defensa Antiaérea, en Puerto Argentino, proporcionó una eficaz protección a los blancos más rentables buscados por el enemigo: el aeropuerto (que permaneció operativo durante todo el conflicto), la artillería de campaña, las instalaciones logísticas y los puestos de comando y comunicaciones. También controló y dirigió incursiones de la Fuerza Aérea y de la Aviación Naval, proporcionó ayudas de navegación y posibilitó operaciones de búsqueda y salvamento. Operó desde el 2 de abril hasta el 14 de junio, conducido por el teniente coronel Héctor L. Arias, el capitán de corbeta Héctor Silva y el mayor Hugo Mayorano.

En las primeras horas de la tarde del 1° de mayo, los británicos, por primera y única vez, acercaron algunas fragatas; las siluetas de tres de ellas se veían claramente sobre el mar al sur de Puerto Argentino. El accionar de la Fuerza Aérea Sur impidió que volvieran a realizarlo en horas de luz, pero de noche se acercaban y el cañoneo naval se convirtió en un molesto flagelo. 

Aproximadamente a las 16.00, sorpresivamente, un Mirage, un avión interceptor propio que venía de cumplir una misión de ataque a otros buques, sobrevoló nuestra posición (Grupo de Artillería 3) a 200 metros de altura. Se apreciaba averiado e intentó un frustrado e imposible aterrizaje en el aeropuerto local. Cayó al mar y su piloto no pudo ser rescatado, era el capitán Gustavo García Cuerva. 

En las primeras horas de la noche nos sorprendió un bombardeo naval, caracterizado por su gran cadencia de fuego –dos o tres disparos por segundo–, sobre la posición del Batallón de Infantería 5, al mando del capitán de fragata Hugo Robacio, en los montes Tumbledown y Sapper Hill, donde mi unidad tenía Grupo de Observación Adelantado. El fuego duró entre 15 y 20 minutos. El batallón sufrió algunas bajas, entre los heridos, el subteniente Juan J. Gutiérrez, del GA 3. 

El primer día de combate había finalizado. Para nosotros fue uno de los dos días más largos de una guerra que se prolongaría 44 días más.

Es curioso que, para el Comité Militar, según Mario Benjamín Menéndez, “las hostilidades se detendrían y se replantearían las negociaciones ya con verdaderas posibilidades de solución” (libro Así lucharon, de Carlos Túrolo). El 2 de mayo, el submarino Conqueror hundió el crucero General Belgrano, lo que produjo la mitad de los muertos argentinos en el conflicto.

Esperando el desembarco. El hundimiento del crucero ARA General Belgrano el 2 de mayo, que ocasionó 323 muertos, por el submarino nuclear Conqueror, fue un duro golpe y materializó el dominio naval y aéreo británico. El viejo crucero yace con gran parte de su tripulación en el fondo del mar, y su ubicación ha sido, con justicia, declarada “lugar histórico nacional y tumba de guerra” (Ley Nacional 25.554/2001). 

El crucero había sido botado en los Estados Unidos en 1938 con el nombre de USS Phoenix, participó en acciones de la Segunda Guerra Mundial y en 1941 se salvó del ataque japonés a la base aeronaval de Pearl Harbor, en el Pacífico. Al ser incorporado a la Armada fue bautizado con el nombre de 17 de Octubre. En septiembre de 1955 se le impuso el nombre de Belgrano.

El 4 de mayo un misil aire-mar AM39-Exocet, lanzado por un avión de la Aviación Naval, hundió el destructor Sheffield. El día 6, Leslie Gelb, periodista de The New York Times, resumió la desazón de Washington, contando que Alexander Haig, secretario de Estado de EE.UU., “se había encontrado en Buenos Aires con a gang of thugs (una banda de canallas) sin ideas claras sobre nada, dispuestos a hacerse la guerra entre ellos en cualquier momento. No tienen con quién negociar, debido a la tremenda división de la cúpula militar”, según lo publicado en la revista Actualidad Española el 6 de mayo de 1982. 

Los días siguientes continuaron nuestros intermitentes ataques a la flota enemiga, los que, a pesar de varios éxitos, fragatas hundidas, averiadas y bajas de combate, no modificaron el cerco sobre las islas. Los británicos continuaron con sus ataques aéreos y bombardeos navales sobre nuestras posiciones, con la finalidad de hostigar y desgastar, afectando más psíquica que físicamente a nuestras tropas, trastornando el descanso, las actividades logísticas y los movimientos. 

Las patrullas aéreas integradas por dos aviones Harrier operaban durante las horas de luz y, durante las de oscuridad, el enemigo recurría al fuego naval de hostigamiento, con sus cañones de 4,5 pulgadas (115 mm) y 17 km de alcance. 

Afortunadamente, estos últimos no eran todo lo eficaces que parecería, como consecuencia de su calibre liviano, su trayectoria “tendida”, las características de la turba malvinera y, en muchos casos, por los “abrigos” que habíamos construido: obuses y cañones enterrados, posiciones de artillería simuladas, dispersión, pozos de zorro, trincheras y puestos de comando recubiertos con tambores rellenos con tierra y turba, que nos protegieron sensiblemente.

Para atenuar lo expresado, tres veces le solicité al general Oscar Jofre la posibilidad de contar con artillería pesada, que permanecía en la Patagonia. En la primera oportunidad me respondió: “Para qué los quiere, si enfrentamiento no va a haber”. En la segunda: “Lo que usted me propone es ciencia ficción”. En la tercera fue más lacónico: “Hablemos en serio”. 

Mis argumentos fueron muy simples: “Estoy convencido de que los británicos desembarcarán, que habrá enfrentamiento y que hablo en serio. Ellos tienen artillería de campaña liviana de 105 mm y 17 km de alcance. Sus cañones navales tienen 115 mm y también 17 km. Nosotros, le recuerdo, contamos solo con obuses de 105 mm y 10,2 km de alcance. Estoy solicitando algo muy posible: contar con cañones Sofma de 155 mm y 20 km de alcance. En el continente no habrá enfrentamiento. De contar con ellos hasta finalizaría la impunidad de los bombardeos navales nocturnos. Contamos con radares de vigilancia y adquisición de blancos necesarios”. No obtuve ninguna respuesta.

Sobrepasando la cadena de mando, y sin el conocimiento y autorización del general Jofre, hablé con el brigadier Luis Castellanos, jefe del componente aéreo en Puerto Argentino, quien comprendió mis argumentos. Así las cosas, los días 14 y 15 de mayo arribaron en aviones Hércules C-130 dos cañones Sofma. ¡Cómo hubiera deseado de tener una docena de ellos!

Pertenecían al Grupo de Artillería 101 de Junín, y pasaron a constituir la cuarta batería del Grupo de Artillería 3 al mando del teniente primero Luis Daffunchio; entre sus integrantes recuerdo al sargento primero Omar Liborio y a los soldados Héctor López y Raúl Wuldrich.

El comportamiento y la profesionalidad de sus hombres fueron reconocidos y elogiados por nuestra Armada y Fuerza Aérea, y por el propio enemigo. La impunidad de los bombardeos navales disminuyó sensiblemente y contribuyó positivamente con las medidas de acción psicológica durante todo el conflicto y en la batalla de Puerto Argentino (8 al 14 de junio).

La noche del 15 al 16 de mayo el enemigo realizó dos operaciones sorpresivas y exitosas. Una de ellas en el estrecho de San Carlos, donde una fragata atacó y hundió el buque mercante argentino Isla de los Estados, que transportaba importantes abastecimientos. La otra, con tropas comando, en la isla de Borbón, donde se había instalado una pequeña base con pista de tierra en la que podían operar aviones livianos, entre ellos los Pucará y los viejos Mentor T-34. Todos fueron destruidos con granadas de mano. La misma estaba a cargo de efectivos de la Armada.

El 19 de mayo, el secretario general de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar, informó a nuestro país que las negociaciones habían llegado a su fin, “que los británicos habían dicho que tenían un deadline (fecha tope), que era el día de hoy, y que las propuestas argentinas no solo no eran aceptables, sino que tampoco eran enmendables”. Esa actitud la tenían desde el principio. 

Mientras el gobierno argentino creía que conversaba, negociaba y analizaba, la actitud británica era clara: imponer su propuesta e ir a la guerra. Desde el principio era el objetivo de la primera ministra, la señora Margaret Thatcher.

Hasta ese momento el Comité Militar, Menéndez y Jofre en las islas, continuaban convencidos de que el desembarco se realizaría al sur de Puerto Argentino, donde nosotros éramos más fuertes. A la Bahía de San Carlos, a pesar de que un isleño la había alertado como el lugar más probable para un desembarco, no se le prestó la más mínima atención. Olvidaron que el general británico Basil H. Liddell Hart, dijo: “Lo indirecto de la aproximación es tan significativo como lo decisivo de los resultados”.

Jofre se justificó diciendo que “el asesoramiento naval con relación a la Bahía de San Carlos fue que no ofrecía características favorables para la operación de los buques”. El 21 de mayo, los británicos desembarcaron en San Carlos.

*Teniente general (R). 

Exjefe del Ejército (1992-1999). 

Veterano de Malvinas.