En el teatro, quizá más que en otras disciplinas, resulta difícil discernir entre la audacia renovadora y el oportunismo de moda, ese que suele agitar las aguas para que parezcan profundas. Nunca fue el caso con el actor, director y maestro de actores Augusto Fernandes. En su audacia siempre hubo lucidez para encontrar nuevos sentidos a la escena, tanto en textos clásicos de la dramaturgia universal como cuando abordaba a los nuevos autores. Al punto de consagrarse como una de las figuras más destacadas del teatro contemporáneo, tanto en la Argentina como en el mundo.
Para Augusto Fernandes, la obra de teatro tenía que ver con el papel que nos toca en el mundo, con la pregunta esencial y permanente por el sentido. Todas esas cuestiones aparecieron en sus puestas, muchas veces de manera dolorosa.
Su preocupación por la estética de la dirección, por lo que ocurre entre el escenario y los espectadores, lo llevó a elegir para sus dos más recordadas puestas en el San Martín, Madera de reyes, de Ibsen, y La gaviota, de Chéjov, la Casacuberta, que –en sus propias palabras– es “una sala en la que el actor se siente contenido y abrazado por ese espacio”.
La apuesta por los autores clásicos universales y el gran teatro fue su manera de plantarse frente a la crisis de los valores, a través de la recuperación de los grandes relatos que promueven y cuestionan el estado y origen de las cosas. Augusto recuperaba el sentido de la palabra; la buscaba en los griegos, como también la buscó mirando y escrutando el cielo, los astros y las estrellas. La buscó en Shakespeare, en Ibsen o en Chéjov, porque en ese viaje entre culturas, al igual que en la astrología, encontraba una fuente de secretos que creía comprender y que nos revelaba con formas nuevas en cada una de sus puestas.
Hace unos pocos días nos encontramos para hablar de su regreso al Complejo Teatral, a su querida Sala Casacuberta. No parecía pasarle el tiempo a Augusto Fernandes, al menos en relación con su espíritu siempre curioso. Esa virtud y su voraz voluntad de saber y comprender dominaba la charla… Esta vez, vinculando su proyecto dramatúrgico al grafeno, la sustancia recientemente descubierta que tanto lo deslumbraba y cuya resistencia, liviandad, conductividad y flexibilidad está hoy revolucionando la ciencia tanto como mañana lo hará con nuestras vidas.
Su interés por el teatro radicaba en las posibilidades de la escena como fuente inagotable de problemas, como máquina sofisticada para contar, cuyo origen siempre es el relato. Aunque esa trama se manifestara como relato fragmentado, “como un recuerdo colectivo que se da por relámpagos de la memoria”. La conciencia de que no se va al teatro solo a entretenerse, sino también al encuentro con una actividad trascendente, relevante para toda la comunidad, “que le ofrece al espectador la catarsis como oportunidad de purgar, de tener un inside”.
En su rol docente, Augusto Fernandes fue merecedor del mejor elogio que puede recibir un maestro: la libertad para transmitir a sus alumnos –que se cuentan entre los artistas más destacados de la escena nacional–, para elegir en la actuación un camino personal y, a pesar de eso –o gracias a eso–, nunca olvidar la trascendencia de lo aprendido con él: escapar de las ortodoxias, de los atajos fáciles, de lo artificioso. Como en su versión de La gaviota, que para él trataba “del arte y del amor como dos sueños del hombre que entrañan el enigma de la felicidad”. Como parte de ese misterio, su preocupación en ese montaje se centraba en lo que aparece en el escenario, para que recuerde “cómo la vida se va en las cosas”.
A través de su tarea creativa, incansable y formadora, despedimos y agradecemos al gran maestro. A través del sueño, de las imágenes y la exploración del mundo interior propio, su pasión y sus obras nos ayudaron a entendernos mejor, a saber quiénes somos.
*Director general y artístico del Complejo Teatral de Buenos Aires.