Para los actores un trabajo así es a pedir de boca: toda la producción fue a pedir de boca” dice Diego Peretti, y está hablando de El reino, la creación original de Netflix y K&S que viene a sacudir el término “superproducción” en nuestro país. Suma el actor: “Hay gente muy talentosa y con mucha dedicación. La palabra ‘épica’ realmente aplica: la cantidad de extras, que haya una segunda unidad, los sets gigantes, y mucho más. Había un guion del cual queríamos sacar el mayor provecho posible, principalmente porque Marcelo Piñeyro y Claudia Piñeiro se meten con la política de este país. Es un riesgo grande”.
Riesgo es una palabra que define lo que se cuenta, pero también lo que ponen los actores, ya que junto a Peretti están Mercedes Morán, Joaquín Furriel, el Chino Darín y muchos más. Todos apuestan a acompañar un relato que se obsesiona con las bambalinas de una campaña presidencial que empieza a mezclarse con el universo evangelista. Agrega Peretti: “Hubo mucha preparación y todos los recursos estaban puestos para que esto salga lo mejor posible”. Y a la hora de su pastor Emilio, un ser marmóreo, pero no por eso carente de intenciones, define su andar: “En mi caso es un personaje antiépico. Épico es algo positivo si querés. En este caso es épico en lo negativo. Grande en lo negativo. Maquiavélico. Fue muy interesante. Yo estoy muy satisfecho del trabajo que hice, y del que hicimos en conjunto”.
—¿Cómo trabajaste un personaje tan difícil de entrarle, que transmite poco y nada, que esconde mucho, pero que también puede manejar un escenario masivo de una misa evangelista?
—En principio nos hemos metido a investigar y averiguar un poco cómo es la vida de los líderes de estas instituciones evangelistas, religiosas. Y me di cuenta de la fe y la convicción que tienen en su discurso y en su idea religiosa, mística, de la vida. Este personaje tenía que estar imbuido en una fe ciega de que él es el portador de la palabra de Dios en la Tierra, sin resquebrajamiento de ningún tipo, todas las dudas se soslayan y se derivan a este camino de fe ciega. En su ser portador de la voz de Dios. La coyuntura lo lleva a tener un rebaño cada vez más amplio, como puede ser presidir un país. Lo que haya que hacer para propagar la palabra de Dios lo más alto posible. Así se mete en el mundo de la política.
—¿Apareció algo ahí que desconocías de ese universo tan popular?
—Después de la caracterización yo me di cuenta que los evangelistas no tienen una simbología y rituales tan “estrictos” como tiene la oficialidad de la Iglesia Católica. Se permiten hablar con Dios de manera directa y natural de manera no contaminada. No tenía que caracterizar sus movimientos, como si fuera un Papa, ya que ellos son más libres y despojados en su diálogo con Dios. Decidí ser yo tal cual hablando con Dios con mi vehemencia, y con mi temperamento. Ese combo resultó en lo hoy vemos en el pastor Emilio.
—¿Qué dice la serie sobre el poder de la política y la Iglesia en nuestro país?
—Se ubica en nuestro país. Pero, al mismo tiempo, se da un marco que podría aplicarse a una democracia teñida por el subdesarrollo. Esto hace que haya una conexión un poco desvirtuada entre quienes votan y son votados. El espacio de incongruencia, de no cumplir las promesas, va generando a la largo de la historia un escepticismo y un descreimiento muy grande, y hace que la ilusión, que es algo enorme y siempre presente en el ser humano, se vaya corriendo al terreno místico, desconocido. Se va construyendo una fe sobre pilares que no tienen raíz en la realidad. Esto es fácil en aquellos países que viven una ebullición social constante causada por muchos factores. El resultado es poner la ilusión en dirigentes que están listos para prometer prosperidad divina, algo que no es bueno para las clases más despojadas y más desoladas. Se da en Argentina, pero la serie es más bien específica de estos países.
—¿Por qué nos fascinan las bambalinas de la política en su cotidianeidad?
—El poder es un tema bastante... por mí reconocido. Yo rehúyo de los lugares de poder. Y rehúyo porque no dejo de ver que la gente que lo ejerce en la mayoría de los casos se enferma, les es adictivo, pierden el objetivo por el que se llegó al poder y comienzan a ser marionetas de quienes realmente tienen el poder. Hablo de las figuras presidenciales ejecutivas, de las visibles. Es tanto lo que no se ve, la falta de ética en las personas visibles, que te preguntás qué pasó en el camino. ¿Qué intereses tan espurios, incoherentes, sin razón, y eso que hablo de todo el mundo, no de nadie en particular, hay para justificar destruir de esa manera la democracia? Ese virus, ese bichito, esa cosa de estar en el poder genera muchísimos interrogantes y mucha tela para la ficción.
—¿Cuánto confiás en los relatos en este momento del mundo y lo que pueden hacer por nosotros?
—Los relatos, el teatro, la televisión, el cine, son reflejos culturales. Y en tanto reflejos culturales, nacen del corazón de una determinada comunidad que quiere ver metafóricamente lo que está pasando. Nadie quiere ver a mi personaje vomitar, pero sí situaciones que simulen ese vómito de forma metafórica. No sé si se podrá hacer demasiado, o tener un objetivo transformador como el que tenía, o como yo vivía, el cine o las series en décadas anteriores. Pero son fundamentales para que la comunidad se vea reflejada y reflexione, saque conclusiones y polemice, todo eso me parece útil y natural. El hombre hasta pintando en la piedra quería contar lo que estaba viviendo, entonces es un impulso que siempre va a estar con nosotros.
—¿Qué representa una producción tan grande para nuestra ficción, tan golpeada, y que necesita al mismo tiempo, demostrar su potencia y sus ganas de estar en el centro de la atención?
—En todos lados pegó duro la pandemia. Creo que esta ficción es un thriller político muy entretenido, muy bien hecho, con poder de metáfora, con un gran elenco, con gran producción, con el soporte de una gran empresa como Netflix y acá conducida por una productora con experiencia como K&S. Es una serie argentina que puede competir en las grandes ligas. Eso no me llena de orgullo, porque no me gusta esa palabra, pero me dignifica como profesional. Y eso me gusta.
—¿Por qué no te gusta la palabra orgullo?
—Yo dejaría de lado. Me parece que va por el lado de la jactancia. Prefiero ir por otro lado, donde no desaparezcan la humildad y la resignación, dos cosas que a lo largo de la vida me di cuenta que hay que tener. Dignidad me parece una palabra más noble, y que dice más sobre la expresión que deseo transmitir.
La cultura Argentina en crisis
—¿Qué se podría hacer para cuidar a nuestra cultura en un momento que necesita ayuda, frente a un escenario nuevo y distinto?
—Todo el mundo quedó complicado. Los actores también. Nosotros vivimos de las reuniones con la gente, en el teatro y en los sets de filmación. Es un trabajo en conjunto, de estar. ¿Qué se puede hacer? Va todo junto. Creo que hay un impulso artístico en Argentina muy grande. No sé bien porqué, pero ocurre. Hay expresiones artísticas muy variadas siempre. Y el país se tiene que desarrollar.
—Entonces ¿hay una forma que el Estado puede proteger de manera más directa la fuente de trabajo que representa la cultura y que hoy se encuentra en crisis como nunca?
—Si el país se desarrolla, el interés como cultura crece. Es un reflejo del poder. En la Ciudad de Buenos Aires hay una enorme cantidad de teatros, de actores. Ese es un ejemplo. Se necesita que la Argentina se desarrolle. Si me preguntás cómo, claro que tengo ideas. Pero lo importante es que nos desarrollemos. La industria audiovisual es una industria, y como otras industrias, necesita de desarrollo, de desarrollo general. Ninguna industria se salva sola. Eso quiero decir. Va siempre todo junto.