En nuestros días, la salud pública está siendo exigida y jaqueada por la sociedad y los gobiernos. Se remarcan y evidencian las debilidades, como también se esperan soluciones aceleradas. El temor y la incertidumbre se han apoderado de gran parte de la población.
Por ello, nada más útil que reflexionar sobre escenarios similares que nuestros antepasados debieron afrontar en el siglo XIX, y de los que salieron airosos, dando lugar a una Buenos Aires moderna y capaz de enfrentar nuevas pandemias, a través de un sistema de salud aceitado; modelo mundial.
Por un momento, tratemos de visualizar la situación que atravesaban nuestros ancestros de Buenos Aires, en plena pandemia de la fiebre amarilla, allá por la década de los setenta, en el siglo XIX.
Si Dios es argentino, esperemos que sea porteño
Cito textualmente a un testigo de la época, rescatado por Paul Groussac: “Gradualmente, desde mediados de marzo, el cuadro fue cobrando cada vez tintes más sombríos. El éxodo se hizo general, cuando se comprobó que la fiebre no se alejaba de la costa, quedando indemnes las regiones mediterráneas (…) En la ciudad enferma, uno por uno, los órganos activos rehusaban el servicio. Después de los sospechosos saladeros, que de orden superior interrumpieron sus faenas, fueron cerrando sus puertas, por falta de elementos, las principales fábricas. Siguiendo a las industrias, se paralizaron las instituciones. En abril, habían dejado de funcionar sucesivamente las Escuelas y los Colegios, los Bancos, la Bolsa, los Teatros, los Tribunales, la Aduana… También en abril, las defunciones alcanzaron al 14% de la población, y ésta, más que diezmada, había dejado de contar sus desaparecidos. Ya no eran coches fúnebres los que faltaban y tenían que suplirse con carros abiertos, sino carreros, que aceptasen la espantosa tarea. Intereses, deberes, vínculos sociales y, acaso, carnales, todo se había destemplado y relajado (…) Por centenares, sucumbían los enfermos; sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro”.
Queda patente la similitud vivencial. Trágicas situaciones se vivían, también, en el resto del mundo; no estábamos solos. Sin embargo, fue en medio de estas tinieblas, que se generó nuestro sistema de salud.
Los monos de Campbell, la pandemia y el espíritu humano
Al calor de este período, surgieron grandes y luchadores médicos, conmocionados ante el espectáculo brutal de miles de muertes. Guillermo Coni relata: “En 1872 ingresé a la Facultad de Medicina, después de haber tenido ocasión de presenciar los estragos y horrores de la fiebre amarilla de 1871, que arrebató a Buenos Aires cerca de 20.000 víctimas, sobre una población calculada en 80.000 habitantes, pues los demás huyeron como podían a la campaña”.
Si reflexionamos alrededor de aquellas tragedias humanas y sociales, junto con la respuesta, la reacción y el florecimiento de un cuerpo de salud nacional, noble y abnegado, comprobamos que, luego de esas epidemias, los estudios urbanísticos se aceleraron; se inició la construcción de la red que, hacia 1880, ya proveía de agua a la cuarta parte de la ciudad. Se comenzó la red cloacal, quemaderos y vertederos de basura. La ciudad se modernizó y, para 1884, ante una nueva epidemia, se encontraba sólida para afrontarla. Quienes imponían su criterio en todas las construcciones y obras, eran los médicos higienistas.
Otro tanto, obviamente, se gestionaba alrededor de hospitales y centros de salud. Los hospitales fueron -como también lo son hoy-, cajas de resonancia de situaciones que se dirimían en la política, pero se definían en estos espacios. El complejo entramado de poder, también se manifestaba allí; aunque aquellos demostraron que, trabajando en equipo, el poder político y la Medicina, podían potenciar el desarrollo social del país. El enfrentamiento siempre fue estéril.
Frente a esta segunda ola de la pandemia, nadie se salva solo, ni sola
Hoy, como ayer, podemos fortalecernos y sanarnos, juntos, como sociedad, alrededor de la Medicina, que ha revelado, en muchas ocasiones históricas de enfrentamientos sociales, la capacidad de unificar a los hombres y a las naciones.
Esta situación dolorosa, llena de sufrimiento humano de todo tipo, puede ser una ocasión privilegiada para generar políticas de Estado eficientes, duraderas, con la justa retribución salarial y reconocimiento social, a todo el personal médico, de enfermería y demás ciencias de la salud.
* Clotilde Baravalle, especialista en Educación Superior y profesora de la Facultad de Ciencias Biomédicas de la Universidad Austral.