OPINIóN

El desgarro de la ilegitimidad

La celebración oficial por los 39 años de democracia en la Argentina.
La celebración oficial por los 39 años de democracia en la Argentina. | Télam

¿Existiría un fatum que haría inseguro, o caótico, el curso de la vida institucional de la Argentina desde 1983? No escapa la Argentina a una tendencia que se está produciendo en otros lugares. En las democracias llamadas occidentales, la noción de progreso, en su acepción colectiva, deja de percibirse como el motor de un proyecto que corresponda a las aspiraciones de la sociedad. Parece que la promesa política mira hacia atrás, como si el pasado fuera la sustancia de un sueño incumplido.

En la Argentina de 2023, la anomia social, esta ausencia de normas comunes en una sociedad, tiene una resonancia especial que las recientes PASO del 13 de agosto pusieron de relieve. Lo que no deja de ejercer su impacto sobre la economía, considerada sin aliento.

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En democracia, la política implica el duelo en la confrontación de ideas. La confrontación, necesaria, recurre a la antinomia, una antítesis que sirve para diferenciar, promover el debate, definir valores. Estamos en presencia del "consenso conflictivo" del que hablaba Paul Ricoeur. Pero existe otra forma de antinomia. La antinomia total, absoluta, que sirve para descalificar, decretar que el otro es un infierno, instruir contra el adversario un juicio de ilegitimidad.

Se debe quizás el concepto más absoluto de la antinomia al almirante I. Rojas, cuando este dio, en 1983, al diario La Nación esta definición: “Para nosotros, el peronismo, el justicialismo, y su sistema totalitario encarnaba una actitud maligna, que sigue siendo una antinomia. Existen las antinomias porque Dios las creó, y existe una antinomia indestructible, eterna, entre el bien y el mal”. Este tipo de antinomia, con su estigma de ilegitimidad, parecía anacrónico. Reapareció la retórica de la fabricación del enemigo.

En los años recientes, la imputación de ilegitimidad se dio rienda suelta, pese a que había superado el país el traumatismo de 2001. Hubo un fenómeno singular, como si la continuidad de la democracia exigiera construir un muro. Tenemos reparo en decirlo, pero son dos ex jefes de Estado quienes contribuyeron sustancialmente a ello. Desde su protagonismo como fuerzas institucionales dominantes, el macrismo y el kirchnerismo actuaron conjuntamente. Practicaron la confrontación por acusaciones mutuas en una retórica de lucha de clases. Mauricio Macri, con el PRO, contra la versión cristinista del kirchnerismo, como si el K remitiera al monstruo epónimo de la novela de Buzzati; Cristina Kirchner contra el macrismo, como si esta corriente fuera un avatar del Proceso. Un mecanismo excluyente, repetitivo, que hizo creer en una “falsa democracia”, y que ha penetrado el sistema político al igual que la sociedad.

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Parece lejana, la lección que dio Raúl Alfonsín con los valores del Estado de derecho. También estamos lejos de lo que hicieron Alfonsín como ex jefe de Estado y Carlos Menem como presidente. Éstos eran separados por su visión cultural de la política. Cada uno, al principio, concebía al otro como un anti-modelo. El «Pacto de Olivos» desembocó, sin embargo, sobre la reforma constitucional de 1994, la que constituye un hito esencial en la estabilización de la vida institucional argentina.

También debe subrayarse, sean cuales hayan sido los defectos del menemismo, que Menem había podido trascender la antigua antinomia, incorporando en su gobernanza, desde 1989, al adversario hereditario representado por la Ucedé, convirtiéndose entonces, como lo anunciaba en su discurso inaugural, en « el presidente de la Argentina de Rosas y de Sarmiento, de Mitre y de Facundo, de Peñaloza y de Alberdi, de Pellegrini y de Yrigoyen, de Perón y de Balbín ».

Hoy en día, el desgarro de la ilegitimitad cruza las instituciones:

Primero el Poder Judicial. Ha sido colocado en el centro de la batalla de legitimidad institucional y de una visión antitética de la democracia. La instrumentalización por parte del ex gobierno de ciertos miembros de la alta jerarquía judicial generó, de vuelta, una reacción desmesurada de inversión de juicio. Fue calificado el poder judicial de «Estado paralelo» por motivo de ser utilizado para proscribir personalmente a un adversario y, a través de él, al movimiento peronista.

Se tradujo la prolongación de este conflicto por un proceso, políticamente desastroso, de destitución de los jueces de la Corte Suprema, iniciado por el Ejecutivo e instruido por la Cámara de Diputados. Por su parte, la Corte Suprema ofrecía el flanco a un cuestionamiento inevitable. ¿Cómo no ver una deriva en la inoportuna intervención (aunque sólo fuera por la elección de las palabras) de su presidente, en mayo pasado, ante la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en la Argentina? Éste recalcaba que, desde 1853, la Constitución «es no sólo un programa de gobierno, sino también un programa económico», y denunciaba «la expansión incontrolada de la emisión monetaria». ¿ Qué decía implícitamente la más alta autoridad judicial ? Que no puede haber, en Argentina, un proyecto alternativo que no sea por políticas afines, en economía, a la ortodoxia liberal.

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Segundo, la función presidencial. Ésta se ha visto afectada. El mandato se ha caracterizado por una confiscación de autoridad de la que fue objeto Alberto Fernández. Si tuvo la inteligencia política de concebir, bastante temprano, un proyecto pluralista de apertura y de reactivación del federalismo, fue el blanco de un proceso de delegitimación por parte de su vice-presidenta y de la organisación militante dedicada a su causa. La razón primera, a decir de sus detractores, sería la « traición » de un supuesto « contrato electoral », lo que le mantuvo en situación permanente de obligación. Al final, fue dejado en el banquillo por los gobernadores peronistas, siendo la mayoría de ellos muy permeables, por diversos motivos, a la influencia cristinista.

Por último, el equilibrio de poderes. Entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, el equilibrio ha sido fuertemente perjudicado. Se focalizó el enfrentamiento en la relación ejecutivo-judicial, pero la controversia postuló, también, una vulneración de las atribuciones del Congreso. Por otra parte, en cuanto al federalismo, se exacerbó la polémica sobre la interpretación de la Constitución nacional con respecto a las constituciones provinciales. Una de las consecuencias es que las dos coaliciones dominantes, debilitadas por la confrontación mortífera entre sus dos figuras tutelares, dieron paso a la emergencia de un personaje disruptivo tal como J.Milei. El deus ex machina, por su denuncia de una «casta política» corrumpida y parasitaria, globaliza el concepto de ilegitimidad, apuntando un conjunto político. A cualquier nivel que sea, la crisis institucional es una crisis de la democracia.

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En un momento en que la Argentina debería celebrar con serenidad sus 40 años de democracia, se plantea quizás la cuestión de saber si el desafío no es, también, el de la nación, y de la función del Estado en la nación ? Se abre un nuevo ciclo con la elección de quién ocupará, en diciembre, el sillón de Rivadavia. ¿ El futuro jefe(a) de Estado, cómo concebirá su rol, y de que recursos parlamentarios dispondrá? La Argentina, como Francia, encararon eventos trágicos.

Hoy, existe en Francia la nostalgia de una forma de edad de oro, este período de los «Trente Glorieuses» (1945-1975), que fue esencialmente encarnado por Charles de Gaulle y su sucesor Georges Pompidou. Se puede preguntarse, fuera del contexto del auge económico, si hay una relación, en el espíritu de los franceses, con el modo en que de Gaulle concebía su función de presidente. «El Presidente de la República, decía, no debe confundirse con ninguna fracción. Debe ser el hombre de toda la nación. No es la izquierda, Francia. No es la derecha, Francia. Naturalmente, los franceses, como siempre, sienten en sí corrientes. Hay la eterna corriente del movimiento que conduce a las reformas, que conduce a los cambios, y que es necesaria. Y hay la corriente del orden, de la regla, de la tradición que, también, es necesaria. Es con todo esto que se hace Francia».

La Argentina tiene una ventaja, es que la edad de oro, para ella, nunca existió. ¿ Ahora, justificaría el futuro la ambición prometeica, para cambiar la vida, de llevar a cabo una ruptura irreversible ? Esto, en nuestras coyunturas, no puede existir sino en el discurso. Cuando llega la hora para enderezar la economía por la productividad, lograr más justicia social, priorizar el justo gasto, conseguir una mayoría de votos en el Congreso, se imponen el diálogo y la búsqueda de la inteligencia colectiva. ¿No sería esto una de las llaves para apaciguar el país, y acercar el gobernante al ciudadano? ¿Quién, para emprender, con realismo, el camino del sueño de la nación?

(*) Gérard Guillerm es analista politico, doctor en ciencia política, IHEAL (Institut des Hautes Etudes de l'Amérique latine, Université Sorbonne Nouvelle Paris III.