OPINIóN
Comunicación

Sobre el odio

Hay que aceptar que en democracia la oposición es un órgano de la soberanía popular tan vital como el gobierno.

Gráfica 678
Gráfica del programa 678. | CEDOC Perfil.

Televidentes inmóviles durante cuatro minutos, cinco minutos, seis, siete, ocho. En el programa que se transmitía por la TV Pública desde el año 2009 se odiaba a todo el mundo; a todo el mundo que no pensara como ellos. 

Ricardo Darín era pelotudo; Victoria Donda era progresista de derecha; Martín Caparrós era argentino antiargentino; Beatriz Sarlo era la empleada del mes de Clarín; Magdalena Ruiz Guiñazú era sentenciada ¡¡¡culpable!!! por haber sido cómplice de la dictadura —fue una de las pocas periodistas que leyó cartas de desaparecidos al aire durante el proceso—; el nieto recuperado Matías Reggiardo fue acusado de reivindicar a sus apropiadores; Jorge Fontevecchia era un infeliz y Ernesto Tenembaum un papanata. 

A esa voz oficial no se le contrapuso ninguna otra en la televisión estatal, no hubo derecho de réplica. Algunos oficialistas kirchneristas desplegaban una lenta sonrisa, una amplia sonrisa, una tenue sonrisa, mientras la televisión estatal violaba, en sus raíces más hondas, el principio de toda convivencia cívica: el de “oír a la otra parte”. 

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Siempre que se acusa a alguien, se debe oír al acusado; donde hay una acusación, tiene que haber también una defensa. Este principio tan elemental fue despreciado por la TV Pública durante las dos presidencias de Cristina Kirchner. 

El juicio “ético” en Plaza de Mayo a Magdalena Ruiz Guiñazú—nada más medieval que un juicio en una plaza pública: modo guillotina— fue una de las imágenes más imponentes que transmitió la pantalla oficial. “¡¡¡Un juicio buena onda!!!”, coreaba el locutor de 678 —la voz menos erótica del universo: tenía los ademanes de una persona que siempre tiene toda la razón—. “Culpable, sí, señores, ¡culpable!”, declaraba Hebe de Bonafini, mientras Aníbal Fernández lo justificaba. 

“Siempre recordamos con mucho afecto que usted como mujer fue la primera que habló de las madres por la radio y eso no lo olvidamos nunca”, le decía Hebe a Magdalena en los años ochenta. Una larga lista de familiares de desaparecidos han testimoniado sobre el apoyo que recibieron de Ruiz Guiñazú durante la dictadura. Mientras los militares, jinetes del apocalipsis, mataban y torturaban, Magdalena ponía en riesgo su vida y la de sus cinco hijitos. No dijo: “me traerá problemas” ni “esto podría echar a perder mis posibilidades en la radio” ni “a mí dejame al margen”. Solo dijo “sí”. Pongámonos por un minuto en su piel, en su corazón que martillaba como un taladro de vapor durante muchas noches de insomnio; fueron semanas y meses. Años. Después, se sabe, integró la CONADEP en momentos en que el poder militar era muy amenazante. Y luego fue muy crítica de la Obediencia Debida y del Punto Final. Nunca se pegó a Menem. Ni tampoco tuvo simpatías hacia Rodríguez Saá. 

El programa 678, forma monstruosa del periodismo, no le concedió a Magdalena el derecho a expresar su mirada. 

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Pasó un programa. Dos. Tres. Justificaron el encarcelamiento del sindicalista “Pollo” Sobrero; defendieron que las patotas de Guillermo Moreno revoleasen sillas durante la presentación del libro de Gustavo Noriega, quien denunciaba la intervención del INDEC; acusaron a Duhalde de matar a Mariano Ferreyra; tildaron a periodistas de ser cómplices de la apropiación de niños durante la última dictadura y les gritaban “devuelvan a los nietos” a cronistas de TN; alentaban el escupitajo a carteles con caras de figuras públicas, como Mirtha Legrand —algunos niños también escupían—; le negaban la palabra a familiares de las víctimas de la tragedia de Once mientras invitaban al estudio a José López y a Julio De Vido —quien fue condenado a cinco años y ocho meses de prisión por la tragedia ferroviaria—; acusaron a Sergio Massa de armar un auto robo en su casa; dijeron que Pino Solanas era de rederecha; Tinelli era un perverso y quienes le daban rating también lo eran; Juan Miceli estuvo bien despedido por haberle hecho una pregunta atinada al Cuervo Larroque, líder de La Cámpora; Juan Campanella era un mercenario; Mike Amigorena, un servil de la derecha; Carlos Tévez, un títere de Magnetto; Norma Aleandro, una zombi de la corpo, y Jorge Bergoglio, un miserable. Los periodistas que investigaron la corrupción de Boudou, el pasado represor de César Milani y la fortuna incalculada de Lázaro Báez también eran ridiculizados por la televisión oficial. 

En 2017, Cristina dijo que 678 era un programa democrático y hace pocos días justificó los modos de su Gobierno: «Si no hubiera habido periodismo de guerra. Ese ataque generó en nosotros un enojo, una crispación y cuando respondés, quizá, no lo hacés de los mejores modos, pero…”.

Pero.

Pero, pero, pero. Las palabras que salen de la boca de Cristina se le antojan plenamente acertadas.

Divinamente acertadas.

No lo son.

Franz Kafka —autor de las novelas El Proceso y La Metamorfosis— nos muestra que también hay oscuridad y dolor cuando nos penalizan y no hemos hecho nada malo en absoluto. Durante el kirchnerismo, muchas personas se vieron en una situación desesperante y similar a la vivida por los personajes de Kafka en sus novelas. Esta situación kafkiana surgió durante las presidencias de Cristina Kirchner, quien hoy está cerca de volver a ser vicepresidenta. Para Freud, muchas veces reprimimos el recuerdo de lo doloroso, y ese olvido regresa con más fuerza en la acción. Hay lluvias que solo caen una vez. ¿La lluvia del odio de la TV Pública —con sus mentiras poco convincentes— volverá?

Como jefe de Gabinete de Néstor y de Cristina Kirchner, Alberto era un interlocutor agudo con la prensa, recibía a los editores de Clarín y moderaba la rivalidad que sembraban sus jefes. Su dinámica de trabajo se concentraba en neutralizar las críticas.  Ernesto Tenembaum, en su libro ¿Qué les pasó?, explica con elocuencia didáctica que durante el menemismo la televisión abierta tuvo varios programas de aire cuyo enfoque era muy crítico: Hora ClaveDía DCaiga Quien CaigaTelevisión RegistradaTelenoche Investiga. Desde 2003, todos esos programas desaparecieron del aire, giraron hacia variantes más light o, en algunos casos, directamente se volvieron oficialistas. Alberto sabía cómo hacerlo. El primer Menem debió convivir con el humor corrosivo y talentoso de Tato Bores. Durante el primer lustro de kirchnerismo, no hubo debates ni programas de humor político en televisión. Las radios FM fueron levantando, una a una, su programación periodística y, entre las AM, Radio 10, que congregaba al 40 % de la audiencia, era directamente oficialista. 

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El conflicto con el campo de 2008 produjo el enfrentamiento entre el kirchnerismo y Clarín. Luego de que el Senado rechazara la aprobación de la Resolución 125 —el proyecto oficial de retenciones—, Alberto Fernández renunció. Eduardo Buzzi, presidente de la Federación Agraria dijo: “Alberto era el más dialoguista de todos, pero sus márgenes eran muy estrechos”. Si salirse del libreto de Cristina le costó muy caro, ¿por qué ahora podrá hacerlo? Luego de la salida de Alberto Fernández, se pasó de buscar neutralizar las críticas a radicalizar el discurso oficial: “¿Qué te pasa, Clarín? Tranquilizate, te abrimos los brazos para que te pongas tranquilo”, gritaba Néstor Kirchner. Cristina anunció la estatización del fútbol comparando la prohibición de repetir los goles antes del domingo por la noche con la desaparición de personas durante la represión ilegal. A su vez, en un operativo inédito, la AFIP envió doscientos inspectores de sorpresa a las puertas del diario Clarín. Y las paredes de la ciudad aparecieron tapizadas con afiches insultantes contra directivos del diario. ¿Insistirá nuevamente? 

Cuesta cambiar de hábitos. Para algunos es difícil dejar de fumar; para otros es complicado dejar de pensar que todo el mundo es comprable. Si Cristina inició una campaña de desprestigio contra cualquiera que pensara diferente o criticara con énfasis su Gobierno, ¿por qué no puede volver a hacerlo como vicepresidenta? Si pensó que el único sector del pueblo que cuenta es el que forma parte de sus mayorías electorales victoriosas, ¿por qué no puede volver a pensarlo? 

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Shakespeare puede ayudar mucho: en sus obras todo extremismo, toda crudeza que no se compromete a llegar a un acuerdo, toda forma de fanatismo termina, tarde o temprano, en tragedia. El kirchnerismo quiso convencernos de que el fanatismo era un medio válido para ejercer el poder y espantó a personas que no son de derecha, ni apoyaron la dictadura, ni leen Clarín, ni simpatizan con la Barrick Gold, ni con Monsanto.  

El nuestro es un camino pavimentado de sueños hechos añicos, ilusiones rotas y esperanzas heridas. La solución puede ser de una sencillez elegante: dar civismo por civismo, respeto por respeto; aceptar que en democracia la oposición es un órgano de la soberanía popular tan vital como el gobierno. Suprimir a la oposición de los medios públicos significa suprimir, en parte, la soberanía del pueblo.

Politólogo. Comunicación política.