Vengo de una provincia (Santa Fe) y de una ciudad (Rosario) donde rige hace más de un año la ley antitabaco.
Fumo desde los 17 años, a mamá y a papá les mentí mucho tiempo, ya que lo hice a sus espaldas. Se están enterando ahora, pero el delito ya prescribió. Recuerdo que una sola vez intenté dejar el cigarrillo, fue por amor, y preferí sentir el abandono de un hombre que el de la nicotina.
Por lo tanto puede dar cuenta de la tragedia que padecerán los porteños a partir de este miércoles, cuando se implemente la ley antitabaco.
Sepan que ya no podrán fumar ese cigarrito que da tanto placer después del almuerzo en ese barcito céntrico donde el común de los trabajadores suele pasar la hora estricta del descanso. Podrán hacerlo, eso sí, atravesados por un rayo solar en la calle o bajo la escarcha en invierno o bajo la intensa lluvia, que, como suele suceder en ese caso, moja. La experiencia de fumar en la calle con el viento en contra y que una gota caiga justo sobre tu cigarrillo es cuanto menos patética. Así queda él, muerto en vida.
Les adelanto, para que se atengan a las consecuencias, que si algún valiente osa hacer caso omiso a la ley y prendiera uno en un restaurante, en un bar o en un boliche será vapuleado por el resto de los parroquianos no fumadores. Es que, entre la fuerza de la ley (tan afectos los argentinos a respetarla) y la feroz campaña antitabaco, los fumadores nos convertimos en una especie de Bin Laden que cargamos con una bomba letal entre nuestros labios, dignos de destierro o candidatos a pasarnos una temporada en el infierno de Guantánamo.
No exagero, los no fumadores y los conversos (que son aún más fundamentalistas, porque se convierten en seres reprimidos) pedirán a gritos que se respete la ley, se convertirán en guardia urbana que trabaja ad horonem, esgrimirán la improbable teoría del fumador pasivo y finalmente pedirán la pena de muerte del infractor.
A las chicas como una, complicadas a la hora del levante, que por timidez o baja autoestima nos cuesta avanzar sobre el sujeto deseado, ya no podremos usar el artilugio básico: “¿Me das fuego?” (comienzo digno si los hay para cruzar palabra con ese otro que te hace temblar). Deberán, deberé, encontrar otra estratagema. Y ahí pido ayuda, porque la verdad es que no me veo preguntando: “¿De qué signo sos?”, ni “¿siempre venís acá?”, ni mucho menos: “Quiero tener algo con vos”. Es un tema.
Con esto no quiero hacer apología del delito ni recomendar a la ciudadanía que salga corriendo al kiosco por su atado, porque a las claras el cigarrillo hace mal, tanto como las frituras, el humo de los colectivos, la contaminación del Riachuelo, la mugre en las calles. Simplemente pido piedad.
Me vine a vivir a Buenos Aires hace muy poco, para ser parte de este emprendimiento maravilloso y epopéyico que se llama Perfil.com, y feliz porque podría sentarme en un bar a leer el diario o un libro, mientras tomo un café y siento entre mis labios ese calor solo superado por los besos que alguna vez me dieron.
El café y el cigarrillo nacieron para vivir juntos toda la vida, como mis dos tías solterotas: el día que una muera, la otra va detrás.
Sólo aquellos que alguna vez se escondieron detrás de un cigarrillo para decir la frase más importante de sus vidas saben que sin él jamás la hubiesen dicho. Son los mismos que saben que las mejores ideas salieron contemplando el humo que se empecina en formas diferentes.
Y después les vaticino que retrocederán a la más tierna adolescencia, donde sólo se podía fumar en el baño del colegio, temblando de miedo para que no te descubran. Conocerán de memoria cada baldosa de cada toillete de cada bar y todos los graffitis que los usuarios suelen dejar en las puertas. Se harán adictos a esa literatura desprolija y al pasar.
Y por último, sepan que si esta nota no está bien escrita, no se debe a mi bajo rendimiento profesional sino que la escribí sin mi cigarrillo inspirador: sí, en la redacción tampoco se puede fumar.