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El lector como cornudo

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No hace falta que me extienda en la analogía entre libros y prostitutas, algo de lo que ya se ocupó extensamente Walter Benjamin (“Los libros y las prostitutas pueden llevarse a la cama”, “Los libros y las prostitutas se han amado siempre con un amor desgraciado”, “Los libros y las prostitutas se multiplican mucho”, “Los libros y las prostitutas ventilan sus discusiones en público”, “Los libros y las prostitutas tienen cada cual su tipo de hombre, que viven de ellos y los atormentan. A los libros, los críticos”, etc., etc.), pero hasta lo que yo sé nadie hasta ahora hizo una analogía entre el lector y el cornudo, de modo que voy a intentarlo.

En un libro provocador y luminoso, Charles Fourier postula una idea crítica del sistema capitalista y del matrimonio, al que considera una desgracia, el enemigo más acérrimo de la libertad, el gran formador de mentiras y el más grande promotor de hipocresía y represiones. Por eso, dice Fourier, el adulterio es su respuesta natural. Y por eso escribió una especie de catecismo de la infidelidad llamado Jerarquía de cornudos, en el que incluye ochenta categorías y en el que no recuerdo que mencionara al lector (recuerdo al cornudo propagandista, al cornudo impasible y al cornudo abanderado, pero no al cornudo lector).

Y lo cierto es que las analogías abundan. Para empezar, el gran problema del cornudo –me atrevería a decir que es el único problema– consiste en que, desde el momento que tiene conciencia de serlo, tiene conciencia, al mismo tiempo, de que hay alguien más en este mundo que sabe con qué se conforma. Un lector que anuncia a los cuatro vientos la obra de su preferencia declara lo mismo (y es por eso que conviene mantener ciertos gustos literarios en secreto, porque la mayoría de las veces uno desconoce que son vergonzosos).

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Hay ciertos libros que uno suele creer que fueron escritos para uno, pensando en uno. Que nos están destinados. Es una creencia fundada hasta el momento en que dicho lector se cruza con otro sujeto que siente lo mismo en relación con el mismo libro. Por eso es del todo natural (y hasta desconfío de alguien que no haya sentido alguna vez un deseo de esta índole) que uno de esos lectores sienta el impulso irrefrenable –e irrealizable– de hacerse de todos los ejemplares de una edición amada para luego destruirlos –la hoguera es una rosa. Parece ser que ciertos coleccionistas de arte pudieron llevar a cabo un sueño semejante, haciéndose de una obra de arte ejemplar y ocultándola a los ojos del mundo para poder disfrutarla ellos solos. Supongo que es una actitud repudiable, pero también es totalmente comprensible, que alguien se comporte de ese modo. Por ejemplo, si yo pudiera me haría de todos los ejemplares existentes de Muerte a crédito, de Céline, y los quemaría. Me refiero, claro, a la traducción de Néstor Sánchez. La traducción de Carlos Manzano me tiene sin cuidado.

Dicen que los cornudos, luego de atravesar la larga crisis en que toman conciencia de que lo son, sienten fuerzas renovadas. Si eso es verdad, desocupados lectores, hagan cola y esperen ansiosos su turno.