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El sublime arte de perder el tiempo

Nunca fui un aficionado a que me contaran historias. Bueno, supongo que de chico lo fui, como todos, o como casi todos.

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Nunca fui un aficionado a que me contaran historias. Bueno, supongo que de chico lo fui, como todos, o como casi todos, pero lo que trato de decir es que nunca asistí, nunca consumí, lo que se llama “narración oral”, cosa que tanto entonces como hasta hace poco consideraba de exclusivo consumo de analfabetos y una salida –mejor dicho una entrada– ventajosa a ese mundo de belleza infinita que es la literatura. La buena literatura, quise decir, porque ni los libros en general ni la narración oral en particular fueron nunca garantía de que lo que traían consigo, fuera algo que valiera la pena ser leído o escuchado. Suele hablarse del libro como vehículo de belleza y saber, cuando es sabido que fue y sigue siendo el vehículo de las más acabadas porquerías y de las más ignominiosas mentiras. Pero dejemos eso de lado. Suelo pasar más tiempo del que me gustaría en el auto, manejando, y como casi cualquier mortal escucho la radio. Presto atención indiferente a las estúpidas publicidades, a los comentarios vacuos, repetidos, a los balbuceos, las incorrecciones gramaticales y al fondo inconstante de canciones lindas y feas que se magnifican cuando cae el silencio, que en la radio es como el derrumbe de una torre de alta tensión o de una catedral gótica: algo que debe ser evitado a toda costa. La radio sigue gustándome, pero no como antes. Se convirtió en un pariente lejano de la televisión, uno de esos tíos simpáticos que se la pasan haciendo chistes, a los que queremos, pero que a la media hora de verlos estamos esperando que sufra un paro cardíaco. Soy un conductor de esos que usan el auto varias veces a la semana haciendo el papel de padre, es decir de remisero, llevando y trayendo hijos de la escuela a sus varias actividades y fiestas infantiles. Paso en el auto, solo, alrededor de una hora por día; lo que hace un total de seis horas a la semana. Me di cuenta de que el audiolibro con la lectura de Anna Karenina dura 42 horas, es decir que para escucharlo completo hacen falta siete de mis semanas conduciendo. No es tanto. ¿Cuánto tiempo habría necesitado para leer las 885 páginas de Tolstoi contando con los momentos que dispongo libres a lo largo del día, que no son tantos? El audiolibro premia la persistencia.

Algunos defectos son obvios: el audiolibro no se puede subrayar, la memoria fotográfica no existe; volver unas líneas atrás, porque no la entendimos bien o para disfrutarla por segunda vez, está excluido, no porque no se pueda, sino porque es demasiado incómodo y complicado. Porque el audiolibro, como todo en este mundo, tiene su carga inevitable de estupidez e inutilidad. Nosotros, los viejos lectores de libros de papel, estamos habituados a esa placentera voz interior que interpreta el libro para nosotros. Escuchar un audiolibro es algo muy distinto a leerlo. Estamos tan habituados a esa voz propia que lee lo que leemos que al principio es obligatorio sentir cierto fastidio.

Hay ciertos autores que se prestan mejor que otros a ser leídos, y ciertos autores que leídos por otros pierden potencia y profundidad. Hay autores excelentes que resultan menos incisivos si son leídos por otro, y autores que habríamos abandonado a las pocas páginas se transforman en lecturas soportables e incluso placenteras en boca de alguien que los lee. Los audiolibros no son libros, pero igualmente reclaman su propio espacio –en este mundo todo reclama su propio espacio. A lo mejor se trata de un espacio que hasta ayer no había sido colonizado, o bien, como en mi caso con la radio, activa un proceso de brutal sustitución. En última instancia el verdadero arte no consiste tanto en leer o en que alguien lea por nosotros, sino saber qué hacer con el propio tiempo. No debe de haber arte más refinado que ése.

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