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Fumando escribo

Siempre quise leer un libro que no sé si existe: un análisis cultural, estético o incluso político sobre el uso del habano.

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Ordenando la biblioteca encuentro libros sobre cigarrillos, habanos, cigarros, puros y tabaco en general. Primero, Solo para fumadores, el cuento de Julio Ramón Ribeyro, que tengo en un par de ediciones diferentes. Luego, Holy Smoke, publicado originalmente en inglés, traducido extrañamente al castellano como Puro humo, de Cabrera Infante, libro que siempre me pareció decepcionante. Hay varios más que no vienen al caso ahora, al lado de un buen Diccionario del habano cubano, El libro del buen fumador, de Zino Davidoff, y un par de libros ilustrados. Pero sobre el tema, siempre quise leer un libro que no sé si existe: un análisis cultural, estético o incluso político sobre el uso del habano, sobre sus imágenes y representación social.

Puesto a imaginar ese libro, se me ocurren al menos cuatro posiciones diversas sobre la mitología del puro. La primera es la figura canónica del burgués, con su caja de habanos y su ropa elegante, algo dandi. Por supuesto que tiene algo de estereotipo, pero así aparece en el cine, en el cómic, y en buena parte del imaginario social. El burgués que fuma puros caros, bebiendo un buen whisky o coñac. Poco o nada me interesa de esa figura (ver la foto de Rajoy con un habano en la boca sin gracia alguna).

Más interesante es la imagen del capo mafia con un puro. Al Capone con el cigarro entre los labios, el sombrero ala blanco torcido de lado, y la papada que cae sobre el nudo de la corbata. Mafia italonorteamericana de los 40 es sinónimo de grandes fumadores. Por detrás del humo se entreven la violencia, el crimen, la mugre de la ciudad y la estética noir del cine norteamericano de esa época. Aún más interesante es la figura del habano revolucionario: Fidel Castro y el Che, el fumador asmático. El cigarrillo hace juego con la barba, el uniforme verde y la humedad del monte cubano. Primero fumaron Cohiba, la marca de habanos de la Revolución. Después Castro pasó a fumar Romeo & Julieta, sin dudas el mejor habano cubano (cada vez más caros en nuestras tabaquerías, préstenles atención entonces a los José Piedra: obviamente menos ricos, pero de calidad aceptable –no hay habanos cubanos malos– y a un precio también aceptable). Jorge Edwards en su extraordinario Persona non grata (Edwards es de esos escritores que escribieron solo un buen libro) cuenta una anécdota entre cruel, patética y tremenda sobre el egoísmo de Castro con los habanos. O sobre el uso del habano como forma de mostrar el poder. No transcribo aquí la anécdota por falta de espacio. Otra vez será.

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Por último, la cuarta figura, evidentemente la más interesante, es la de Groucho Marx y su inseparable habano en la boca o entre los dedos, cerca de la oreja. Burgués, mafioso y revolucionario a la vez, Groucho llevó el habano a su máxima expresión: el placer de la ironía (lejos del talento de Groucho, pero con cierta sutileza pese a funcionar dentro del mainstream, las escenas de Columbo –Peter Falk– con habanos son disfrutables). Entre nosotros, Juan Verdaguer ameritaría que le prestemos más atención. Marcado por la época, su rutina incluye chistes machistas (sobre suegras y esas cosas) pero en filigrana hay todo un humor que no deja de divertirme, al menos mucho más que el otro humorista autóctono que fumaba puros en cámara, Tato Bores, que con el paso de los años se me hace cada vez más insoportable.