COLUMNISTAS
La violencia idiota y unas aristocracia de energumenos

La guerra de los cerdos

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“Es horrible. Siempre hay más gente, aunque ya no queda sitio. Todos pelean, unos contra otros. ¿No estaremos en vísperas de una gran hecatombe?”

Adolfo Bioy Casares (1914-1999); de “Diario de la guerra del cerdo” (1969): Dante dialoga con Arévalo.


Basta de fútbol. En cualquier momento subo al despacho de Fontevecchia y le propongo hacer una Caras de barrabravas. ¿No es buena idea? En la revista, estos exóticos personajes –parte esencial del gran negocio– podrán mostrar sus casas, sus camionetas, sus mejores trapos, los trofeos de guerra, manoplas de acero, facas, puñales, armas cortas, largas; contarán sus viajes por el mundo, cosas así.

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¿Publicidad? Si la mitad de los políticos, sindicalistas y empresarios que los protegen pusieran avisos de sus negocios visibles, no alcanzarían las páginas. Habría que agregar, eso sí, un par de buenas secciones de servicio. Una guía de emboscadas con horarios y grado de peligrosidad –algo fundamental para los audaces que planeen ir a la cancha con su familia– y un Barras Off, con la mejor información sobre sus feroces internas. El Gordo Loly, Dylan Bolas, Loquillo Dasein, el Cuervo Nuncamás o como se hagan llamar. La elite de este show de violencia extrema al que aún llamamos fútbol y que se mueve al ritmo de esta singular aristocracia de energúmenos; los de paraavalancha o los de escritorio, lo mismo da.

Ni frivolizo ni me divierto. Recurro a la ironía por impotencia. Estoy harto, asqueado; me siento ridículo imaginando soluciones. Coprosede, Aprevide, Cirulaxia. Nada funciona.

¿Qué habría que hacer? ¿Tanto les fascina a todos “la fiesta”, el cotillón barato de estos subnormales? Pues, que contraten actores, extras que irrumpan a los saltos, con cantos guionados, banderas, bombos, papelitos, esa coreografía boba que excita a los
turistas que pagan en dólares por vivir in situ nuestro pequeño Líbano de fin de semana.

¿Serviría jugar sin público? ¿Sin jugadores, tal vez? Eso ayudaría a erradicar la violencia. Nadie pierde, todos existen: ¡el mundo feliz de Leibniz! Tal vez sería mejor refugiarse en la infinitud del ciberespacio, meta Play, sin peligros ni cuerpos en ebullición. Basura virtual; más seguro que jugarse el pellejo para ver a tanto tronco real.

Hace años que observo –gracias a unos enormes prismáticos de hipódromo para nada futboleros– cómo se mueven las barras. Lo hago con el interés de un antropólogo y el espanto de un tipo que se siente más ridículo que amenazado mientras espía ese asombroso zoológico humano. Así, el 3 de agosto de 1983, en la Bombonera, fui testigo de crimen inconcebible. Un fusilamiento en cámara lenta.

Cinco, seis bengalas volaron de una tribuna a la otra sin dar en el blanco. Sólo la última llegó. Y se clavó en el cuello de Roberto Basile, de 26 años. “Allí donde se dice gol”, cantaría Spinetta en su bellísima La bengala perdida. Pero hubo muerte y espanto, no poesía, en aquella noche helada. El cadáver fue retirado y el partido se jugó, como si nada. Empataron, creo. Lo único que recuerdo es esa imagen dantesca en mis prismáticos; el cuerpo tendido, la lengua de fuego en su cabeza. “No, eso no es fuego”, insistían a mi alrededor. Era tan horrendo que lo negaban, así de simple. Hoy funciona igual. El poder de la negación es inmenso. Y el huevo de la serpiente crece.

Facts, exigen los americanos. Hechos. Bien, en menos de dos semanas pasó todo esto. Agárrense:  

23 de febrero. Cancha de Unión: enorme batahola entre la barra local y la de Quilmes. El partido se para 18 minutos. Después, siguen jugando.
24 de febrero. Calle Ozán, Victoria: batalla campal entre dos facciones de la hinchada de Tigre antes de partir hacia River. Un muerto; doce heridos de bala.
1º de marzo. Estadio de Newell’s: feroz enfrentamiento entre la policía de Santa Fe y los hinchas de Belgrano. Sus jugadores intentan mediar. Turús, el capitán, recibe un palazo de un uniformado que le corta el pómulo.
2 de marzo. Cancha de Gimnasia, La Plata: grupos antagónicos de la barra chocan antes del partido con Chicago. Un muerto. Francisco Ramírez, de 11 años, recibe un balazo en la pierna.
6 de marzo. Ruta 20, a 115 kilómetros de San Juan: las hinchadas de Morón y Huracán se tirotean antes de llegar al estadio donde sus clubes jugarían por la Copa Argentina. Dos heridos graves.
6 de marzo. Estadio de Atlético Tucumán: la hinchada de San Martín no tolera la derrota, destroza el alambrado y ataca a la policía. La batalla continúa en la calle.
7 de marzo. Cancha de Boca: brutal choque interno por el poder en La Doce antes del partido contra Nacional. Dos heridos de arma blanca; uno de ellos, grave.

El Torneo Final –nombre perturbador, por cierto– recién va por la quinta fecha y faltan quince para que termine el Nacional B. ¿Se imaginan lo que podría pasar cuando se jueguen los últimos partidos, los que definen el campeón, los ascensos, los descensos? Será otra guerra idiota, absurda, salvaje; síntoma de una sociedad que todavía sufre el deterioro de tantos años de exclusión y marginalidad.

Basta de parches. Las barras son piratas robándoles el oro a los galeones del decadente Imperio Español para llevarlo a Inglaterra. Roban para ellos y para la corona. Varias coronas, por cierto. El kiosquito –y su torta– es cada vez más grande.

Hasta que alguien no tome la decisión política de cortar esa sólida cadena de protecciones que ya ni siquiera se disimula, seguiremos… encadenados. Y que nadie diga “así el fútbol se muere”, por favor. Porque el fútbol, tal como lo conocimos los que alguna vez lo amamos, murió hace años. Esto es otra cosa. Apesta.

¿Qué más podría decir? Es inútil.

Fatal, circularmente, todos volveremos a hablar del maldito tema cuando el próximo muerto dispare otra catarata de frases hechas, medidas inútiles; pura hipocresía.