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Ley de juego

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Recuerdo la sensación de extrañeza, de asombro y de cierta desolación, combinada con el efecto de un enorme descubrimiento, que tuve cuando en una mesa del bar La Paz, hará unas décadas, Jorge Di Paola me comentó que sólo había leído algunas páginas del libro de un autor que no recuerdo. En aquella época yo me perdía por las historias, el mundo se abría como una mansa ola insomne en las escenas que la imaginación desparramaba en los textos, pero Di Paola me dijo: “Yo leo salteado, miro los libros para ver cómo están hechos”. Desde luego, no se refería al trabajo de composición del objeto sino que, como de refilón, mientras alzaba la mano o el bastón para pedirle otra cerveza a César, me indicaba algo que yo siempre supe pero que hasta entonces no había podido colocar en primer plano: para un escritor el arte de la narración es también, o sobre todo, o además, asunto de procedimiento. Que un autor elija o sea elegido por el “también” o el “sobre todo” o el “además” indica su perspectiva literaria. En aquel momento vi a Di Paola como una especie de maestro relojero que sobre un tablero de madera cubierto prudentemente por un terciopelo despliega las piezas de un reloj antiguo, las va mirando y puliendo y limpiando y acomodando de nuevo; vi la literatura como una joya secreta de mecánicas que entran en un arte combinatoria. Me acordé de eso, hace un par de días, al leer el precioso libro El deseo de lo único. Teoría de la ficción, una recopilación de escritos de Marcel Schwob que publicó Páginas de Espuma. Incluye un artículo llamativo sobre George Meredith; cuenta una visita que realiza al hogar de este escritor, al que llama “la inteligencia más poderosa de su siglo”, y de la lectura del texto se desprende claramente y sin que se lo mencione que Meredith es a la vez un gran escritor y un perfecto idiota, lo que ilustra también la posibilidad de tener bellísimos errores de perspectiva. Pero lo que quería relatar es que en uno de los artículos, en los que analiza la prosa de Robert Stevenson, Schwob describe su procedimiento fundamental definiéndolo como de un realismo irreal, y para ello narra dos ejemplos: uno, de la propia obra de Stevenson, en la que un personaje clava una espada hasta la empuñadura en la tierra helada. Desde luego, admite Schwob, ese acto es completamente imposible, pero al mismo tiempo la imagen nos resulta definitiva, ¿cómo no verlo como una prueba de la enfática energía del protagonista? Este ejemplo nos indicaría que en un universo plagado de cosas y relatos sólo la exageración y el subrayado imprimen un signo estético en nuestra lectura. El segundo ejemplo, curiosamente, no incluye a Stevenson y versa sobre una versión teatral de Lástima que sea una puta, de John Ford. En ésta, el protagonista atraviesa el pecho de su amada y extrae el corazón y lo lleva clavado en su puñal. En la primera función, el director eligió no sacrificar a su actriz –se suponía que la obra debía durar una temporada– y dispuso que el actor se sirviera de un corazón de cordero. Pero en el momento culminante, ese voluminoso órgano violáceo parecía menos lo que al mismo tiempo era y debía representar, y que quedaba como una cosa sangrante y estrafalaria, por lo que para la segunda función el carnicero se quedó sin vender la pieza de reemplazo y el enardecido corazón fue reemplazado por una cinta roja que envolvía el puñal y producía un efecto estremecedor, porque la cinta era, mejor que ninguna otra sustitución, el corazón de la asesinada amada muerta.
Estas consideraciones no vienen a cuento de que el énfasis es el procedimiento típico del kirchnerismo y el simulacro el del PRO, sino que fueron motivadas por el litigio Kodama-Katchadjian (que en el futuro podría mencionarse como K-K o Ko-Ka). Me admira íntimamente que Katchadjian haya elegido como abogado defensor al entrañable Ricardo Strafacce, cuya literatura se basa en la reescritura (y posible superación) de la obra de sus escritores admirados, y no me sorprende la demanda de María Kodama, custodia inadecuada de la obra de un escritor que amó y admira y no sabe leer, convertida por casualidad en la trágica protagonista involuntaria de un cuento que Henry James todavía no escribió pero que los hechos escriben solos. ¿Sigue?