COLUMNISTAS

Los últimos Mohicanos

Duelo de lecturas.
| María Álvarez.

Años atrás, una amiga, de las pocas personas con las que intercambio libros, me prestó una edición vieja y amarilla de “Los galgos, los galgos”, que había sido de su madre. Quedé fascinada con Sara Gallardo y el libro. Para ser honesta, quería conservarlo, sentía que ya era un poco mío. “El que no devuelve un libro es un tonto, pero más tonto es el que lo presta”, escuché una vez por ahí. Me lo quedé un tiempo pero al final se lo devolví a su dueña, sin decir palabra de aquel delirio de pertenencia equivocado. 

Hace pocos días, haciendo un trámite por Plaza Italia, se me ocurrió que en los puestos de libros usados podría llegar a conseguir un ejemplar de aquella misma edición de “Los galgos” con la que me había encariñado hace años. Después de preguntar a varios libreros y comprar “Eisejuaz” y dos libros de Marta Lynch, llegué al puesto de quien, más tarde, se presentaría como Eduardo, y le pregunté por ese objeto de deseo. El hombre se subió a una escalera, con una destreza impensada para su cuerpo de lector sedentario, y empezó a maniobrar con libros que habían sido abandonados por sus dueños: muertos, emigrados o simplemente desapegados. 

Eran como cinco o seis bibliotecas superpuestas, una detrás de la otra. Eduardo fue sacando y acomodando torres que se mantenían en asombroso equilibrio, como él. “Sé el autor, el color, la editorial, el año de publicación y dónde está. ¿Qué computadora te dice dónde está? ¿No fuiste a la librería esa con nombre de puta norteamericana? Buscan en la máquina para ver qué pedís, porque no tienen idea, no leen. Y después van y lo tienen que buscar así, igual que yo. Yo me salto la computadora, no la necesito. La computadora está acá”, explicó y se llevó el índice a la sien, al mismo lugar en donde girando el dedo se marca la locura. 

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Ver a Eduardo revolviendo libros me llevó a la infancia. Cuando era chica, mi papá nos pasaba a buscar los fines de semana y a veces, en vez de ir al cine o al zoológico, nos llevaba a lo de un amigo suyo, al que le decían “Croqueta”. Vivía frente a la plazoleta en la calle Cerviño, esa que hoy es una de las más caras de Buenos Aires pero que en ese entonces todavía era una zona de clase media progresista. Croqueta vivía en un PH al fondo, con su madre. Para los que hayan leído “La conjura de los necios” será más fácil visualizar cierto aspecto de la vida de Croqueta. Físicamente, era idéntico a Larry, de los tres chiflados, con su pelada y sus rulos en las orejas; pálido, alto y desgarbado.

El largo pasillo que conducía a su casa es lo único luminoso que recuerdo de aquellas tardes. El PH era interno y las persianas siempre estaban bajas. Parecía que Croqueta tuviese una fotosensibilidad extrema, como los hijos de Nicole Kidman en la película “Los otros”. Una vez que entrábamos a su casa ya no volvíamos a ver la luz del día. La noche iba llegando y nunca esperaba a que mi papá y su amigo terminasen sus ideas. 

No recuerdo las habitaciones. Eran sectores fuera de cuadro en los que su madre hitchcockiana daba vueltas haciendo cosas y ruido pero nunca aparecía a saludar. Lo único que me quedó grabado, como una foto que no tengo, es el living. Era impresionante, nunca volví a ver un lugar parecido. Estaba completamente invadido de diarios y libros amarillos apilados en cualquier superficie digna de apoyo, incluyendo el piso. Recuerdo los malabares que teníamos que hacer para sentarnos donde podíamos, usando enciclopedias como banquetas. Y dos gatos que andaban por ahí como en la jungla.

Mi papá y Croqueta se ponían a hablar de política como si nosotras no estuviésemos, o suponiendo que algo de tanto material serviría para entretenernos. Los recuerdo a los dos compenetrados, en su salsa, frente a la montaña gigante de papeles que era la mesa redonda. Croqueta se quedaba parado y se movía con cautela, buscando artículos y frases con las que sostenía sus puntos de vista. Parecía un gato más. Nunca discutían, hablaban muy bajo y relacionaban temas que se iban entrelazando y a mí me parecía que nunca encontrarían final.

Mi hermana y yo no veíamos la hora de salir de esa cueva de libros viejos y palabras. Cuando al fin salíamos, quedábamos mareadas de conceptos incomprensibles. Y sucias, de tanto papel y tanto polvo. No éramos conscientes de que en esas tardes aburridas aprendíamos a conversar y a pensar. La iluminación aparecía de adentro hacia fuera, en un intercambio con otro, recurriendo a todo lo que alguna vez se había podido leer como única herramienta externa. Esas tardes en lo de Croqueta aprendimos lo que era una idea: algo fuera de foco, a lo que se llegaba despacio, después de muchas preguntas, muchas vueltas.

Croqueta y mi papá no tenían acceso inmediato a las respuestas. Tenían que buscarlas con el pensamiento, el diálogo, la lectura; esperar a que apareciesen adentro de cada uno. Igual que Eduardo, que en su puesto de Plaza Italia se resistía a las computadoras. Mientras yo recordaba, él seguía buscando el libro. El calor fue manchando su camisa pero no se dio por vencido y me pidió paciencia. Se la di y volví a pensar en Croqueta, que murió hará unos diez años. De repente entendí su apodo. Entendí algo de la esencia de la palabra intelectual. Y agradecí las tardes que pasé en su casa, donde me aficioné al papel, descubrí las ideas y también, que no es menor, aprendí a esperar. 

 

(A Norberto “Croqueta” Ivancich)

 

(*) Artista