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Otro malentendido

La comunicación es una cosa bastante complicada. Parece simple, pero no lo es. Que uno hable y el otro escuche, que uno se exprese y el otro comprenda, luce a primera vista tan sencillo que basta un esquema de flechas y globitos para representarlo. Pero en la realidad concreta de la comunicación humana existe un verdadero asedio de equívocos y de ambigüedades, miles de atajos dudosos al costado de los caminos más rectos.

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La comunicación es una cosa bastante complicada. Parece simple, pero no lo es. Que uno hable y el otro escuche, que uno se exprese y el otro comprenda, luce a primera vista tan sencillo que basta un esquema de flechas y globitos para representarlo. Pero en la realidad concreta de la comunicación humana existe un verdadero asedio de equívocos y de ambigüedades, miles de atajos dudosos al costado de los caminos más rectos.
La literatura se nutre de esos elementos precisamente: les debe su existencia, son casi su razón de ser. Pero de la política se espera por lo general otra cosa, porque la política es en más de un sentido justo lo contrario de la literatura. Se supone que la política es el arte de lo posible, que en la política mejor que decir es hacer, que en la política la única verdad es la realidad. Justo lo contrario de la literatura.
Cuando Alberto Fernández dice de alguno de sus encuentros con Mauricio Macri, y a propósito del traspaso de la Policía a la Ciudad de Buenos Aires, que “trato de explicárselo, pero no lo entiende”, nos expone un caso manifiesto de fracaso de la comunicación. Se inquietan los que creen en la racionalidad comunicativa, sudan los que apuestan a que el lenguaje todo lo pueda. “Trato de explicárselo, pero no lo entiende”: asi dijo el jefe de Gabinete, hablando del jefe de Gobierno de la Ciudad, puede que a la vera de una máquina de café durante un break entre reunión y reunión.
¿Qué será lo que está fallando? ¿El que trata de explicar, pero no explica? ¿El que no es buen entendedor, y no se arregla con pocas palabras? ¿Difieren los sociolectos? ¿Se sacan de contexto? ¿Los sobrepasa el ruido? ¿No cooperan para nada?
La buena literatura nos entrena para las palabras opacas, que al fin de cuentas pueden ser todas; no acostumbra al hecho de que siempre se está diciendo más, y al mismo tiempo menos, que lo que al parecer se dice; y que entender es un juego abierto de posibilidades casi infinitas. Todo eso se sabe y se aprende con la literatura. ¡Claro que se lee tan poco hoy en día!
No es cierto que los libros no muerdan. Muerden cuando desconocen.La comunicación es una cosa bastante complicada. Parece simple, pero no lo es. Que uno hable y el otro escuche, que uno se exprese y el otro comprenda, luce a primera vista tan sencillo que basta un esquema de flechas y globitos para representarlo. Pero en la realidad concreta de la comunicación humana existe un verdadero asedio de equívocos y de ambigüedades, miles de atajos dudosos al costado de los caminos más rectos.
La literatura se nutre de esos elementos precisamente: les debe su existencia, son casi su razón de ser. Pero de la política se espera por lo general otra cosa, porque la política es en más de un sentido justo lo contrario de la literatura. Se supone que la política es el arte de lo posible, que en la política mejor que decir es hacer, que en la política la única verdad es la realidad. Justo lo contrario de la literatura.
Cuando Alberto Fernández dice de alguno de sus encuentros con Mauricio Macri, y a propósito del traspaso de la Policía a la Ciudad de Buenos Aires, que “trato de explicárselo, pero no lo entiende”, nos expone un caso manifiesto de fracaso de la comunicación. Se inquietan los que creen en la racionalidad comunicativa, sudan los que apuestan a que el lenguaje todo lo pueda. “Trato de explicárselo, pero no lo entiende”: asi dijo el jefe de Gabinete, hablando del jefe de Gobierno de la Ciudad, puede que a la vera de una máquina de café durante un break entre reunión y reunión.
¿Qué será lo que está fallando? ¿El que trata de explicar, pero no explica? ¿El que no es buen entendedor, y no se arregla con pocas palabras? ¿Difieren los sociolectos? ¿Se sacan de contexto? ¿Los sobrepasa el ruido? ¿No cooperan para nada?
La buena literatura nos entrena para las palabras opacas, que al fin de cuentas pueden ser todas; no acostumbra al hecho de que siempre se está diciendo más, y al mismo tiempo menos, que lo que al parecer se dice; y que entender es un juego abierto de posibilidades casi infinitas. Todo eso se sabe y se aprende con la literatura. ¡Claro que se lee tan poco hoy en día!
No es cierto que los libros no muerdan. Muerden cuando desconocen.