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lecciones de setenta años

Otro verano caliente

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Los veranos en la Argentina no pasan desapercibidos. En parte por nuestro espíritu latino. Nos gustan las fiestas y las vacaciones. En parte también porque, en materia económica, pasan muchas cosas. La crisis del tequila fue en el verano 94/95 y la de 2001/2002, si bien arrancó antes, se perfeccionó también durante el verano. Yendo más atrás el plan Bonex de 1989 y el famoso “el que apuesta al dólar pierde” del entonces ministro Lorenzo Sigaut sucedieron también en un diciembre.

No estamos frente a un evento de tales características. La macro de hoy es mucho más sana de la que existía en cualquiera de aquellos veranos. Pero la reacción frente a las medidas económicas impulsadas por el Gobierno durante el mes pasado, más los aumentos de algunos precios que se vienen anunciando en los últimos días, han puesto a la economía (más que al termómetro) al tope de las inquietudes de este verano.

Hoy el foco está en los precios, la inflación, y el rol del Banco Central y de la política monetaria.

Primero, no está de más aclarar, una vez más, que la inflación es un fenómeno monetario. Y la responsabilidad de controlarla recae, en todas partes y desde que existen, en los bancos centrales. Y un aspecto crucial es la independencia y la autonomía de decisiones con la que desenvuelven su tarea. 

Segundo, también vale la pena resaltar que jugar con algo más de inflación (aunque sea por un par de años) para generar un poco más de actividad económica, tal como se pretende desde la política, siempre termina mal. Y la historia económica de la Argentina es una prueba contundente de ello. Hace setenta años que somos una economía inflacionaria. Solo hemos conseguido un dígito de inflación en 13 de esos setenta años. Y al mismo tiempo que cuesta tanto desinflar, resulta también evidente que no hemos tenido demasiado éxito en subirnos al tren del crecimiento económico global.

Tercero, no debería ser necesario tener que explicar una y otra vez que hay precios clave de la economía que tienen que aumentar (y que tendrán que aumentar aún más) para aproximarlos a sus costos y reducir subsidios estatales que, en muchos casos, resultan injustificados y mal direccionados.

Por último, no hay que caer en la simplificación de que corregir esos precios al alza sea sinónimo de inflación. Es cierto que algunos precios, como el de energía, pueden generar incrementos de costos de producción, pero la inflación es un fenómeno de naturaleza muy distinta que alcanza a todos los bienes y servicios. Y más aún cuando es alta y estable durante largos períodos de tiempo.
¿Por qué costará tanto aprender las lecciones de (nada menos que) setenta años? Es como si nos sedujera más empeñarnos hasta el cansancio en repetir los mismos errores económicos y políticos, que crecer y desarrollarnos aplicando las recetas más simples de los países de mayor éxito.

Y entre tales recetas, la que se verifica en todos los casos, es que la estabilidad macroeconómica, la ausencia de inflación, es una condición indispensable para el crecimiento. No puede haber crecimiento sano y duradero si hay inflación.

Tal como lo comentamos el domingo pasado, el recalibrado de las metas de inflación anunciado la última semana de diciembre, si bien puede ser visto como un sinceramiento, puso en dudas cuán fuerte es el compromiso del Gobierno con la desinflación.

Atención, cuanto más se demore en erradicar las dudas sobre tal como compromiso y en dejarle al Banco Central los grados de libertad que necesita para desinflar, mayor será el riesgo de que la inflación urda su venganza.

*Director de Perspectiv@s Económicas.