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¿Quién mató a Mariano Ferreyra?

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Hace unos años, en la Argentina, traer a colación a Rodolfo Walsh no podía sino producir un efecto de disonancia. Se entiende que así fuera. ¿Cómo no iba a disonar la historia del escritor secuestrado y asesinado por la dictadura militar de 1976, cuando la tesitura dominante era echar en el olvido de una vez por todas esos crímenes y a sus víctimas, en nombre de la reconciliación nacional o del aburrimiento ocasionado por la insistencia de un mismo tema? ¿Qué cabida podían tener las denuncias que quemaban en su Carta a la Junta de marzo de 1977, cuando la política económica vigente era en lo sustancial idéntica a aquella cuyas lacerantes consecuencias había señalado Walsh con singular lucidez? ¿Cómo convocar por caso un texto como Operación Masacre con sus denuncias de los crímenes de la dictadura militar de 1955, cuando el presidente de la Nación, aunque peronista, se estrechaba por entonces en fuerte abrazo con uno de sus principales responsables, que no era otro que el almirante Rojas? ¿Qué decir de Esa mujer y las siniestras peripecias del cadáver profanado de Eva Perón, cuando otro cadáver, el de Perón, resultaba profanado a su vez, y con mayor impunidad inclusive?

Las condiciones generales han cambiado últimamente entre nosotros, y con ellas la relación entre política y literatura. No es que la figura de escritor de Rodolfo Walsh haya perdido potencia crítica ni filosidad, en absoluto, ni que la hayan perdido tampoco los textos que Walsh escribiera. Pero lo que hace años suponía disonancia inexorable, hoy bien puede responder en cambio a un propósito de empatía, a un gesto de reivindicación, a la mención de una tradición intelectual y militante cuya validez se postula, a un gesto de homenaje sincero por parte del poder político.

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Pues bien, en ese caso, quizá sea preciso mencionar que Rodolfo Walsh fue el autor no sólo de la Carta, no sólo de Operación Masacre, no sólo de Esa mujer. Lo fue también de un relato de investigación llamado ¿Quién mató a Rosendo?, publicado hacia 1968, y cuya historia hoy nos interpela de manera particular: digamos que nos suena mucho. Es la historia de un asesinato a balazos cometido en Avellaneda. Un crimen con el sello evidente del poder sindical del peronismo, con su reconocible combinación de patota y de mafia. Rodolfo Walsh no tuvo dudas: ni la investigación ni la Justicia podían limitarse a dilucidar quién había sido el ejecutor de los disparos. Porque esos disparos no eran sino el último avatar, la manifestación final de una serie de manejos más profundos y más oscuros. La verdad y la justicia exigían por ende otra hondura: que se siguieran los hilos verticales de los turbios poderes del sindicato en cuestión, para llegar hasta el verdadero responsable de los hechos, el hombre cuya voluntad determinó la voluntad del que en Avellaneda apretó el gatillo.

Quien convoca una tradición para rendirle homenaje en las palabras, tiene que estar después a su misma altura y rendirle homenaje en los hechos.