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Una obra maestra

En una mesa de café me enteré de varias anécdotas que no conocía, de hace veinte años.

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Honore De Balzac. | cedoc

En una mesa de café me enteré de varias anécdotas que no conocía, de hace veinte años. Parece que un entonces joven escritor, en su columna de contratapa en un periódico, anunció que iba a dejar de mirar televisión y dedicarse a escribir un diario sobre esa experiencia. Y en otro suplemento cultural, un entonces aún más joven escritor, se lamentó de tal decisión y le aconsejó tomar el camino inverso: en lugar de dejar de ver tele y ponerse a escribir, que dejara de escribir y se dedicara sólo a mirar televisión… ¡Cuánta malicia! Parece ser también que el primer escritor habría luego publicado una serie de notas contando que, gracias a la ausencia de televisión había descubierto a Proust… Siempre se está a tiempo de descubrir cosas ya descubiertas... De hecho, ya con nietos y en edad de jubilarme, yo también acabo de leer por primera vez no sólo un clásico, sino lisa y llanamente una obra maestra: Las ilusiones perdidas, de Balzac (no sé por qué en castellano le agregaron un artículo al título, cuando en francés es sólo Illusions Perdues, que es mucho más lindo).

Publicada como folletín entre 1837 y 1843, conformada en verdad por tres novelas breves, Las ilusiones perdidas narra la historia de un joven provinciano que llega a París con ansias de triunfo. El fracaso se hace evidente ya desde las primeras páginas, pero eso no tiene la menor importancia porque en la novela no hay suspenso alguno. Hay en cambio un agudísimo retrato del mundo de las imprentas, de la edición y del periodismo en la moderna París del Siglo XIX. Las descripciones del proceso de modernización de las imprentas, del cambio en las tipografías y en el uso de las máquinas, de los obreros gráficos que tienen que habituarse a los nuevos modos y de los viejos imprenteros, que ocuparon un papel clave durante la Revolución de 1789 y que luego no logran adaptarse a los nuevos tiempos, roza la genialidad. Entre medio, está la historia del protagonista, un poeta que no logra insertarse en los salones parisinos y que es testigo del ascenso político y económico del periodismo, como una máquina de inmenso control social de las conciencias públicas, y como una mafia de chantaje y prebendas de todo tipo (también está la historia de su mejor amigo, un inventor idiota que recuerda en mucho a nuestros emprendedores de hoy).

Las ilusiones perdidas debería ser de lectura obligatoria en la Carrera de Comunicación Social de la UBA, o en cualquier otra carrera humanística que discuta con el poder totalitario que hoy tienen las grandes corporaciones mediáticas. Por supuesto que, más allá de esa lectura sociológica, Las ilusiones perdidas se sostiene por su inteligencia literaria y por su sublime magnificencia.

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Escrita con el típico tono balzaquiano de avanzar a base a sentencias (mi favorita: “La avaricia comienza allí donde se acaba de la pobreza”), la novela incluye también un gran listado de nombres olvidados, pero que en su tiempo gozaban de fama y prestigio. Balzac no duda en comparar a Rousseau con Jean Baptiste Massillon, un orador del siglo XVIII, o a Diderot con Beaumarchais, acaso algo más recordado que Massillon, pero igualmente leído por pocos o por nadie. De mi parte, tengo una empatía casi de hermandad con los escritores tragados por la historia: el escritor olvidado es la esencia misma de la literatura.