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Padre e hijo

Venenos

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Seré sincero, por una vez. Diré lo que no quisiera decir, lo que no pensé que diría, diré lo que me costó admitir incluso en mis pensamientos más íntimos, lo que quise negar y no pude, lo que traté de reprimir y no pude. En fin, lo confieso: me emocionan los abrazos de Ramón Díaz y su hijo. Me emocionan cada vez.

Si en su momento existió algo así entre Angel Labruna (antes técnico, ahora puente) y su hijo Omar (antes jugador, ahora técnico), no lo recuerdo o no lo registré. Tal vez prevaleció el riguroso rencor que cultivé por el Feo, o tal vez, como yo no era padre por entonces, no existía todavía en mí esta sensibilidad (es decir, esta flaqueza).

Con el fútbol no me confundo: sé perfectamente bien que hay vergüenzas de las que jamás se vuelve, que la grandeza de verdad no se construye con torneítos de una rueda y riguroso cabotaje, que a los ídolos no se les cobra para aclamarlos y colgarles banderas en las tribunas. Estoy hablando de otra cosa: estoy hablando del amor de padre e hijo.

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Ahora comprendo que, en su momento, me caía bien (claro: porque no soy de San Lorenzo ni de River) que Ramón Díaz, técnico en funciones, pusiese en el equipo a Emiliano, jugador en ese entonces.

El futbolista tarambana que juega sólo porque el que manda es el papá habrá resultado desesperante para los hinchas de esos clubes, o para los restantes integrantes del plantel. Pero a mí siempre me recordó esa clase de debilidad que en El ciudadano, de Orson Welles, se resuelve como una predilección insostenible y forzada, la del afecto torciendo todo, sólo que transpuesta, en este caso, a un plano de amor paterno y a una cancha de fútbol.

 Hoy las cosas son distintas.
Emiliano es ayudante técnico, no importa lo patadura que fuera, porque ya no juega más. Ya es más alto que Ramón: el momento en que un hijo sobrepasa en altura a su padre es decisivo en la vida del hijo y es decisivo en la vida del padre (entre otras cosas, porque la forma de abrazarse cambia). Los dos se visten igual para asistir a los partidos, misma camisa y mismo saco; y aunque en términos institucionales eso pueda tratarse de un uniforme y nada más, en términos personales, lo que expresa es emulación filial.

Emiliano suele abrazar a Ramón desde atrás, como envolviéndolo, de tal modo de no distraerlo y haciendo que él se deje abrazar; justo entonces le dice alguna cosa al oído, cosas que nunca sabremos. Luego, en general, los dos se ríen. La otra noche, sin embargo, no fue igual: se emocionaron y lloraron juntos.

Los echarán tarde o temprano, eso es sabido, como ya los echaron antes. A patadas y por la puerta trasera, según se estila históricamente en ese templo de la ingratitud y el destrato que se llama Monumental, esa cruel trituradora de ídolos que queda en Udaondo y Figueroa Alcorta.
No importa: hay algo en ellos, padre e hijo, que yo, aun con todo este veneno, presiento que no voy a olvidar.