POLITICA
HISTORIA NEGRA

Derechos humanos e ilegitimidad

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Más rápidamente que la moda en la vestimenta o que los “hits” del verano, las causas de la Justicia argentina aparecen y desaparecen en los medios de comunicación. Repentinamente, como el canto de los grillos en el campo, un grupo de jueces inicia un ritmo apresurado y monocorde para investigaciones dormidas durante años o bien abre otras contra las mismas personas. Esa vocación coral es, precisamente, una de las sombras que oscurecen el sistema judicial en nuestro país.

Llegó el turno ahora de María Estela Martínez de Perón, por los crímenes de la Triple A. La pretensión de penalizar a la ex presidenta por esos hechos, lo mismo que otras causas por violaciones a los derechos humanos en la década del 70, debería suscitar una discusión despojada de los ruidos de la calle –casi nunca espontáneos– sobre al menos tres problemas que están en juego.

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El primer problema consiste en la posibilidad de investigar delitos que normalmente estarían prescriptos. La herramienta utilizada en este caso para abrir o reabrir las investigaciones fue la declaración de “lesa humanidad” de esos crímenes.

El Derecho Internacional ha dispuesto que los delitos de lesa humanidad sean imprescriptibles.

El argumento de quienes se oponen a las investigaciones sostiene que los instrumentos internacionales que definen los crímenes de lesa humanidad son posteriores a la comisión de los delitos y, entonces, esas reglas no pueden aplicarse retroactivamente. El argumento de la Corte ha sido que de cualquier modo el concepto de lesa humanidad estaba implícito en la costumbre internacional formada en la posguerra.
Los delitos de lesa humanidad son aquellos que por sus características agravian a todo el género humano, como los asesinatos generalizados o aun la muerte de una persona por su pertenencia a un grupo racial, político, religioso o a una clase social. Pero la Corte decidió que un delito puede considerarse de lesa humanidad únicamente si ha participado el aparato del Estado. Esto abre paso a un segundo problema, que es el de la equidad, ya que esa limitación deja afuera las acciones del terrorismo, incluyendo las de los grupos guerrilleros de los 70.

No hay una sola letra en el derecho internacional que autorice la restricción introducida por la Corte. Más aún, uno de los protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra –siempre invocados entre los precedentes para los delitos de lesa humanidad– menciona expresamente al terrorismo. A su vez, el Estatuto de Roma –que define el concepto de lesa humanidad– describe una serie de actos que coinciden con los cometidos frecuentemente por los terroristas.

Se levanta entonces la sospecha de que la limitación de la Justicia argentina fue introducida exclusivamente para excluir de las investigaciones las acciones terroristas del ERP y Montoneros, durante la década del 70.

Semejante falta de equidad –cualesquiera fueren las motivaciones– es muy grave. Puesto el foco de la Justicia y de la historia sobre una confrontación entre fuerzas gubernamentales o paragubernamentales y terroristas, se autoriza únicamente la penalización de unos y se establece expresamente la impunidad de los otros.

Asegurada esa impunidad para una parte, no existe una medida para la extensión y el rigor con el que la Justicia persigue a quienes considera ligados a la otra. Si ambas partes fueran pasibles de una pena, podría asegurarse mejor la equidad de los jueces, como ocurre con el que corta una torta si no es quien distribuirá las porciones.

El tercer problema es el de la independencia del Poder Judicial. La garantía de un juez imparcial también forma parte del derecho internacional humanitario. Si esta garantía fuera avasallada, todo el proceso podría resultar ilegítimo.

Existe ahora un elemento estructural para temer por la independencia judicial, sospechada durante años. El actual Gobierno juzgó y destituyó jueces por el contenido de sus sentencias. A partir de entonces, con un Consejo de la Magistratura dominado por el poder político y un Congreso sumiso hasta la resignación de sus facultades, ningún magistrado se siente seguro en su cargo y teme desagradar al Ejecutivo. Si agregamos, en este caso, que entre quienes ejercen el poder político y tienen control sobre los jueces hay personas que pertenecieron a organizaciones guerrilleras, tenemos todos los ingredientes para la ilegitimidad.

La posibilidad de destituir a un juez según el propio arbitrio es como ser uno mismo el juez. Juez y parte. Demasiado burdo para una democracia.

* Abogado. Ex asesor de la OEA y presidente de la Fundación Ética Pública.