40 AñOS DE DEMOCRACIA
HECHOS QUE CONMOCIONARON A LA SOCIEDAD

Lecciones que no quisimos o no pudimos aprender

Estas cuatro décadas de democracia, desiguales entre sí en el orden cultural, político y social, nos dejan una rigurosa enseñanza, analiza el autor de esta columna. La previsión es un componente frágil de la vida pública argentina. Desde Cromañón al asesinato de José Luis Cabezas. Los sucesos que marcaron al país y el rol de los medios.

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40 años de democracia | CEDOC

Estas cuatro décadas, tan desiguales entre sí en el orden cultural, político y social, nos dejan una rigurosa enseñanza: aun en democracia –sistema que por su propia esencia debería iluminar espacios oscuros y abrir cierres herméticos–, la previsión es un componente frágil de la vida pública argentina.

Algunos hechos que conmocionaron la opinión pública durante esta etapa histórica probaron hipótesis no reveladas. El caso José Luis Cabezas y Alfredo Yabrán advirtió sobre el efecto dramático de la prepotencia del poder; Cromañón puso la negligencia delante de nuestra nariz; Juan Carlos Blumberg, la tragedia de la pérdida del hijo como condición extrema para movilizar a la sociedad en pos de una causa; la despedida final a Maradona mostró que era posible saltar las reglas en la muerte como en la vida; la asunción del papa argentino posibilitó, impensadamente, que la brecha social alcanzara el nivel más trascendental de la política y la religión del mundo. 

También sufrimos una nueva decepción desde la política por su sobreactuación y artera simulación frente a la calamidad de la pandemia del covid-19. 

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Seguimos el derrumbe del cura Julio César Grassi y la intocabilidad de los referentes y guías espirituales. Observamos la relativización de los tremendos crímenes del odontólogo Ricardo Barreda a través de la caricatura popular del psicópata.

Demasiado seguido contemplamos la naturalización del horror

Estas historias instituyeron recomendaciones y medidas que, como suele ocurrir, fueron acatadas con fervor hasta que el efecto dramático del hecho que las produjo empezó a desvanecerse. De tal manera, transformamos en hábito la discrecionalidad en el ejercicio del poder, así como también la opción de fallar o eludir las reglas, solo porque es un rasgo que, convencidos, afirmamos que nos representa.

Y eso no es todo: contemplamos pasivamente la pérdida de respeto por las investiduras y la naturalización del horror y de la muerte.

Los ciudadanos supimos (sabemos) de todos estos acontecimientos por su presencia en los medios, que no son más que escenarios teatralizados de la realidad. 

En la televisión, básicamente, la representación de los sucesos mediante voces dramáticas, movimientos especiales de cámara y una música acorde con esas incidencias alimenta las emociones y hasta una mirada fantasiosa de lo que sucede.

Pero, aunque la mirada habitual no dé cuenta de ello y se pierda en el espacio público, esos acontecimientos tienen, y es preciso aclararlo, un origen verdadero y un desarrollo real.

El curso de un acontecimiento periodístico es siempre más extenso cuando está signado por la gravedad. ¿Y qué pasa con nosotros mientras tanto? Caemos en la ilusión de que ese hecho dramático que irrumpió en la vida social nunca se extinguirá –pero inexorablemente lo hará–, como si nunca hubiera tenido lugar, y sucumbimos a un proceso de catarsis para reforzar nuestro rechazo o aceptación de la violencia, para aliviar las frustraciones o para deleitarnos secretamente con “eso que le pasa a otro, no a mí”.

Así es desde los orígenes del pensamiento, cuando la tragedia tenía el propósito de expurgar pasiones y pecados a través del terror y la piedad.

En medio de esos procesos en que las emociones prevalecen sobre la razón, todas las partes involucradas, por conveniencia o incapacidad, niegan la complejidad de los hechos y su inexorable transitoriedad. 

Diego Martino, profesor de Historia en UADE, nos recordó hace poco un pasaje de Ray Bradbury, en su novela Fahrenheit 451, en el que describía proféticamente: “Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en un resumen de diccionario de diez o doce líneas. […] ¿Política? ¡Una columna, dos frases, un titular! Luego, en plena vorágine, todo desaparece. La mente del hombre gira tan aprisa […] que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento”.

Cuando los acontecimientos dramáticos irrumpen en la esfera pública y no dejan marca alguna, se pierde una magnífica oportunidad de aprendizaje.

Hace cuarenta años que la democracia acumula lecciones pendientes. A propósito, recordamos al filósofo Georg Gadameren en la conferencia de 1999 “La educación es educarse” cuando declaraba: “¿Quién ha aprendido realmente si no ha aprendido de sus propios errores?”.

En más de una oportunidad, la educación, con reformas y planes especiales, intentó reforzar los métodos de aprendizaje, de conocimiento de la realidad y de desarrollo de un pensamiento crítico. 

Mientras tanto, la reconstitución del tejido social esperaba (espera) su turno, y esa es una matriz que la educación requiere inevitablemente para cumplir con su propósito. Es oportuno Gadamer, otra vez: “Allí donde el hogar ya haya fracasado por completo, normalmente tampoco el maestro tendrá mucho éxito”.

Cuando un acontecimiento dramático irrumpe hay una posibilidad de aprender

Las democracias abren el abanico de la información con la promesa de salir de las visiones monopólicas y tremendistas de los hechos. La Argentina desde 1983 no ha sido la excepción. 

Sin embargo, frente a los temas que trastocan los medios y, por extensión, la vida de las personas, renacen con fuerza la actitud tremendista y la trampa de las dos opciones únicas: esclarecimiento del hecho o caos institucional. 

Durante la revuelta interna del Ejército en las Pascuas de 1987, la voz de orden fue, limpiamente, “dictadura o democracia”. No había gradientes en el leitmotiv político, no se aceptaban grises desde la sociedad movilizada.
Lección magistral del enorme John Dewey y su visión incondicional de la educación como pilar del sistema democrático: “La educación es la construcción o reorganización de la experiencia que se une al significado de la experiencia y que aumenta la facultad de elegir el curso de la experiencia subsiguiente”. 

Los acontecimientos que perturban la vida social solo durante el lapso en que transcurren se informan y analizan (cual más que una tragedia colectiva), y luego desaparecen como si nunca hubieran tenido lugar, revelan nuestra propensión a la mirada simplista y poca inclinación a comprender, analizar y crear soluciones que prevengan las propias causas que los generaron.

 

*Director del Departamento de Ciencias Sociales y Humanidades de UADE.