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Patricia Aguirre: “No comemos lo que nos alimenta, comemos lo que nos quieren vender”

Doctora en Antropología por la UBA y coordinadora del Programa de Alimentación, Epidemiología y Sociedad de la Universidad de Lanús, la especialista alertó sobre el peligro que conlleva el cambio en la industria alimentaria y la deslegitimación de la comida casera.

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Patricia Aguirre se especializa en sistemas alimentarios, económico-políticos y epidemiológicos. | Juan Obregón

Doctora y licenciada en Antropología por la Universidad de Buenos Aires (UBA), con posgrados en Especialización en Epidemiología por la Universidad Nacional de Mar del Plata (UMP) y en Microropagación in Vitro de Tejidos Vegetales por la UBA, investigadora del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús (UNLA), donde coordina el Programa de Alimentación, Epidemiología y Sociedad (Panes), Patricia Aguirre se especializa en la sinergia entre sistemas alimentarios, sistemas económico-políticos y epidemiología y esta semana participó de la Agenda Académica de Perfil Educación. “La alimentación se concentra en muy pocas especies, como el trigo, el maíz, el arroz, la soja y la papa, porque se sigue la lógica del mercado. Desgraciadamente, nuestros alimentos no son buenos para comer, son buenos para vender. No comemos lo que nos alimenta, comemos lo que nos quieren vender. Se produce, se comercializa y se consume lo que da ganancia. Y como la escala baja el precio, conviene más la producción en un monocultivo extensivo y químico, que una huerta diversa como la milpa mexicana, en la que en muy poco espacio se producen muchas especies que se protegen y complementan entre sí”, sostuvo.

Docente del seminario de doctorado “Antropología alimentaria, de la medicina evolutiva a la salud colectiva” en el Instituto de Salud Colectica de la UNLA, de “Antropología Alimentaria” en la maestría de Diseño y Gestión de la Seguridad Alimentaria de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), de “Antropología Alimentaria” en la maestría de Estudios Sociales Agrarios de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), Aguirre es autora de una gran producción académica, con publicaciones como Devorando el planeta. Cambiar la alimentación para cambiar el mundo; Ricos flacos, gordos pobres. La alimentación en crisis; Estrategias de consumo: qué comen los argentinos que comen; y Una historia social de la comida. “La industria te dice que lo importante es la comida individual, solo romper el paquete y consumirlo en forma descartable y sin la reunión social. Hoy la cocina casera esta deslegitimada y toda la industria nos grita que no importa la cocina, ni la comensalidad, ni la historia, que abrir un paquete y engullir una porción de algo soluciona el problema de comer. Y comida casera y comensalidad van de la mano, la mesa es importante, allí se socializan las nuevas generaciones y se aprenden, con la excusa de la comida, los valores y la historia familiar. Y la identidad alimentaria es parte de esa identidad”, agregó

—En Devorando el planeta. Cambiar la alimentación para cambiar el mundo usted sostiene que la carga de enfermedad que conlleva nuestra manera de comer es alarmante: todos comemos mal por imperio de los alimentos, por elecciones insalubres o por falta de acceso económico o cultural. Por lo tanto no es extraño que la alimentación inadecuada sea el origen del 60% de las enfermedades que aquejan a las sociedades occidentales. ¿En base a su experiencia, qué es lo más preocupante cuando hablamos de alimentación?

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—Nuestra alimentación tiene hoy características alarmantes, una de ellas es que es terriblemente homogénea. La alimentación se concentra en muy pocas especies, como el trigo, el maíz, el arroz, la soja y la papa, porque se sigue la lógica del mercado. Desgraciadamente, nuestros alimentos no son buenos para comer, son buenos para vender. No comemos lo que nos alimenta, comemos lo que nos quieren vender. Se produce, se comercializa y se consume lo que da ganancia. Y como la escala baja el precio, conviene más la producción en un monocultivo extensivo y químico, que una huerta diversa como la milpa mexicana, en la que en muy poco espacio se producen muchas especies que se protegen y complementan entre sí. Si hablamos del sistema alimentario no dudamos que depende mucho del medio ambiente pero recién ahora empezamos a enfrentar las consecuencias del cambio climático, que no por anunciado deja de ser preocupante. Sobre todo porque nos obliga a repensar la relación con ese medio al que hasta ayer considerábamos infinito. Hoy en la producción de alimentos hay una permanente revisión, casi diría epistémica, de los componentes del sistema agroalimentario, a nivel global y como línea general se puede decir que está cuestionado cualquier cambio que tienda la homogeneidad, donde el sistema pierda diversidad porque se fragiliza. Si a la crisis de sustentabilidad de la producción y a la crisis de equidad de la distribución le sumamos la crisis de comensalidad en el consumo, se comprenderá que el resultado de estos procesos es que no estemos comiendo bien, que enfrentemos una crisis alimentaria. A esto hay que agregar que a medida que cae el ingreso medio en cualquier país, la alimentación se precariza aún más. Porque se concentra en los alimentos de carestía, que son el pan, las papas, los fideos, las harinas en general, ya que los cereales son los alimentos más rendidores: son baratos, aportan mucha energía y mucha sensación de saciedad aunque sean poco densos nutricionalmente hablando. Sobre estos alimentos se ha construido un gusto de lo necesario, que asegura su aceptación. Entonces, a medida aumenta la pobreza, la alimentación se va deteriorando, se va precarizando.

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Aguirre advierte sobre el aumento de la comida rápida y la pérdida de la comida casera que se comparte en familia.

—¿Qué significa “comer bien” y por qué no lo estamos haciendo?

—Bien y mal son criterios de valor y hay que analizarlos en relación al contexto. No comer bien, para los argentinos, por ejemplo, es no comer suficiente carne, pero para los nutricionistas no comer bien es no comer equilibrado desde el punto de vista de los macro y micronutrientes. Y, quizás, para un economista no comer bien es haber perdido autonomía alimentaria y que se deban importar alimentos deteriorando la balanza comercial. O para un publicista no comer bien es no comer el producto que él vende. La idea de comer bien refiere a un valor. Para mi abuela no comer bien era no comer como los Aguirre, manteniendo las tradiciones de la comida vasca. Para mis abuelos no comer bien era perder esos sabores maravillosos, que yo sigo apreciando y repitiendo. Por lo tanto, comer bien y comer mal puede tener distintos significados, sin embargo todos coincidimos en que la alimentación, por múltiples razones, ha sufrido un proceso de deterioro. Ya sea para los sibaritas, que dicen que nuestros productos han perdido sabor, porque las frutillas pueden ser grandes y rojas pero tienen gusto a telgopor. O porque los médicos dirán que además está regada con agrotóxicos y un ecologista criticará que se produce de una manera no sustentable. Estamos comiendo mal y que eso es parte de percibir la crisis real del sistema agroalimentario a todos los niveles.

—En Devorando el planeta. Cambiar la alimentación para cambiar el mundo usted sostiene que uno de los principales problemas en la producción de alimentos es la crisis de diversidad, de calidad y sobre todo de sustentabilidad, porque el sistema alimentario destruye nuestro entorno y pone en riesgo el futuro de la especie humana. ¿Cómo fue cambiando la diversidad y la sustentabilidad alimenticia en el pasado y cómo imagina estas dos variables pensando en el futuro?

—Yo soy optimista y tengo obligación de ser optimista porque tengo un maravilloso nieto de cinco años. Pienso que la sucesión de desgracias evitables y provocadas por este modelo de producción extractivista finalmente va a hacer que los humanos nos demos cuenta que estamos devorando el planeta y vamos a cambiar hacia formas de producción agroecológicas más respetuosas con el ecosistema y con las especies que viven sobre él, incluyéndonos. Creo que en el futuro vamos a producir mejor nuestros alimentos. Creo que tenemos todas las herramientas técnicas, todo el conocimiento para producir alimentos de calidad, con sustentabilidad y sin dañar al medio ambiente. Creo que podemos hacerlo. Pero falta la decisión política de hacerlo, hoy estamos muy lejos y me temo que los pasos que se dan en esta dirección son muy lentos. Seguimos el ejemplo de las emisiones de gases de efecto invernadero, el Protocolo de Kioto es de 1985 y vemos cómo se ha resistido la industria, los países más poderosos y hasta la propia gente, a reconocer la importancia de reducirlas emisiones. Si bien en todo el mundo se está cambiando la matriz energética para producir y consumir energía limpia, hoy tenemos más emisiones que en 1985. Y el clima ya cambió y hoy estamos con el agua del cuello. Tenemos que producir de manera respetuosa. Los grandes logros de este siglo fueron aumentar la producción sin aumentar la frontera agropecuaria, aumentando el rendimiento. Ya logramos producir mucho, ahora tenemos que producir sustentable. Estamos frente a un sistema económico que prioriza la ganancia frente a la sustentabilidad, la diversidad, la equidad o la identidad.

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Aguirre ha realizado una gran producción académica, con ensayos que advierten sobre el deterioro de la alimentación.

—En Ricos flacos, gordos pobres. La alimentación en crisis usted también advierte que la crisis de alimentación no es un problema de escasez, porque hay sobreproducción alimentaria, sino de distribución: una parte de la población está sobrealimentada. Parafraseando a Marx, que decía que el capitalismo engendra las semillas de su propia autodestrucción, ¿es posible decir que la producción alimentaria del sistema capitalista engendra las semillas de la crisis alimentaria?

—Es el funcionamiento global del sistema con sus diferentes componentes el que está engendrando su propia destrucción el tema es que nosotros somos parte de ese sistema: son nuestras prácticas y nuestros valores los que operan y legitiman que terminemos produciendo mucho pero de manera no sustentable, distribuyendo hasta el último rincón del planeta. Afortunadamente, hay fuertes incentivos, por lo menos en la ciudadanía de los países ricos, para revertir la agricultura de monocultivo químico, la ganadería farmacológica y la pesca depredatoria, en busca de una producción agroalimentaria limpia. Es que estamos llegando a niveles de contaminación intolerables para los humanos, por los residuos que quedan en los alimentos, pero también intolerables para el planeta mismo. Muchos biólogos dicen que hemos sobrepasado las capacidades autodepuradoras del ecosistema. Hay islas de plástico del tamaño de países flotando en los océanos. Es nuestra industria que envasa todo en plástico, es nuestro consumo de use y tire. Hay mapas que muestran la desertificación por causas antrópicas, y eso también lo hicimos nosotros. No fue el cambio climático, fue el desmonte y el sobrepastoreo los que dejaron suelos totalmente degradados y fue el mal manejo del agua lo que contribuyó a salinizar el suelo, son nuestras prácticas. En algún momento se dijo que todo era para terminar con el hambre en el mundo, pero hoy se produce para 10.000 millones de habitantes y somos 7.500 millones pero hay 900 millones que siguen hambrientos. En las sociedades de mercado no se produce para comer sino para comerciar. Por eso la distribución es determinante, hoy tanto en Argentina como en el mundo hay alimentos suficientes para todos, pero no hay acceso a esos alimentos. Porque si la distribución se hace a través de mecanismos de mercado no van a comer los que necesitan sino los que pueden pagar esa comida. Por eso junto a la distribución mercantil, los estados que tratan de hacer realidad el derecho a la alimentación incluyen los alimentos entre los bienes públicos, como alimentos donados o stocks subsidiados. Estamos transitando por el filo de una cornisa. La moneda está en el aire y no sabemos para qué lado va a caer, pero hay muchas posibilidades que de continuar así, el sistema engendrará su propia destrucción. Pero el estallido del sistema significa mucho sufrimiento, quisiera que comprendiésemos que hay que cambiar ya, quisiera contribuir a que nos despertemos antes de que esto ocurra, que escuchemos a la gente que viene estudiando estos procesos desde hace décadas, hay metodología, hay experiencia, hay alternativas. Agroecología, comercio justo, consumo responsable se oyen poco pero son fundamentales. No hagamos oídos sordos a la crisis alimentaria cómo ocurrió con la emisión de gases de efecto invernadero, con el cambio climático o con las pandemias. El Covid fue la pandemia más anunciada de la historia porque desde mitad del siglo veinte hubo nueve pandemias, pero no les hicimos caso. La situación es seria y en pequeña o gran medida todos podemos actuar porque todos los días votamos con la boca.

—En Estrategias de consumo. Qué comen los argentinos que comen usted analiza la economía alimentaria de la década del noventa y sus consecuencias en la alimentación de los Argentinos para dar cuenta que la desnutrición se reducía pero aumentaba la obesidad. ¿Cómo ha cambiado en los últimos años la alimentación de los argentinos y cuál es hoy la relación entre desnutrición y obesidad?

—De acuerdo a las últimas encuestas antropométricas, la desnutrición en Argentina  viene reduciéndose, afortunadamente. Y aún en la década de los noventa nos asombraba mucho ver que a pesar del crecimiento de la pobreza había muy pocos desnutridos y, al contrario, crecía la cantidad de niños con sobrepeso. Lo que veíamos era que la desnutrición estaba en valores mucho más bajos que lo estadísticamente esperable. Mientras la desnutrición bajaba el sobrepeso crecía. Y también crecían los porcentajes de niños bajitos, acortados, que no desarrollaban su potencial genético de altura. Eso ya está marcando una deficiencia alimentaria. Porque el crecimiento lineal es muy demandante de calidad en la alimentación. Los arqueólogos que trabajan con restos humanos del pasado, observan lo que se llama líneas de Park-Harris, que se producen cuando, por mala alimentación, se interrumpe el crecimiento normal de los huesos largos y el sujeto queda acortado. Estas líneas se usan para distinguir, por ejemplo, amos de esclavos en los restos fósiles encontrados por los arquéologos. En Argentina, veíamos que había una reducción de la desnutrición aguda, pero también un aumento de la baja talla y del sobrepeso en la infancia. Estos chicos con sobrepeso no son gordos de abundancia, son gordos de escasez. Son pobres gordos que están tapando con pan, papas, fideos o mate dulce, toda el hambre que tienen, todo lo que no comen porque no pueden comprar. La fórmula de nuestro mercado de alimentos es energía barata, micronutrientes caros. La población pobre no es que dejo de comer sino que desplazó con alimentos baratos, como las harinas, las grasas, o el azúcar, a los alimentos caros, como las frutas y verduras, los lácteos, y las carnes. Y esa falta marcó los cuerpos dando vuelta el sentido del hambre que había prevalecido por lo menos por seis mil años en las sociedades. Mientras antes los ricos eran gordos y los pobres flacos, ahora los ricos tienen mayor probabilidad de ser flacos y bien nutridos mientras los pobres tienen mayor probabilidad de ser gordos y malnutridos. Gordos de escasez, que además cargan con toda la discriminación social que su cuerpo denuncia. 

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Aguirre alerta sobre el aumento de la obesidad en niños pobres que están mal alimentados por problemas económicos.

—¿Cuál es el análisis que usted hace sobre la comida de los argentinos?

—Acabo de de publicar un artículo que se llama Precarización de la alimentación en Argentina, lo hicimos con Diego Díaz con datos de un un estudio las encuestas de gasto de los hogares, desde la primera que hizo en el Consejo Nacional de Desarrollo en 1965 hasta la última que hizo en 2018. Esto permite ver cómo fue cambiando la composición del gasto en la alimentación, con lo cual inferimos consumo. A nivel general, y con grandes diferencias por sectores de ingresos, vemos que cada vez comemos menos frutas y verduras y productos poco procesados y que crece la cantidad de productos procesados, como panificados, lácteos industrializados, enlatados, y ultraprocesados. Se come menos carne, pero se diversificaron las carnes. Se redujo el consumo de bebidas alcohólicas pero aumentó exponencialmente el de gaseosas. Categorías que en 1965 eran mínimas, como la cantidad de comidas prehechas  o tomadas fuera del hogar, hoy son importantes. Se come menos comida casera. Y me atrevo a decir que hoy la tendencia no es cocinar sino calentar. Cocinar implica planificar, preparar, combinar, saborizar, servir y disponer de las sobras. Calentar significa elegir lo que otros cocinaron sin tener el verdadero control del proceso, solo la visión del resultado. Creo que la pérdida de la comida casera es una verdadera gran pérdida que no deberíamos sacrificar en el altar de la economía, o del tiempo o de la comodidad. Sea quien fuere el que cocine, no hay por qué condenar a las mujeres a la olla, en una sociedad que cada vez comparte más las tareas reproductivas. La cocina casera, la de la unidad doméstica es una comida controlada de la materia prima a las sobras, es una cocina racional y razonable, estratégica en cuanto a fines y tiempos. Y si se prepara en conjunto, es mejor. Todos deberíamos reaprender a cocinar a evaluar críticamente productos y procesos porque comer es la base de nuestra salud, así que nuestros saberes, nuestra identidad alimentaria, nuestra educación nutricional se verifica en la práctica de la comida casera y cotidiana. Debemos prestar atención a la importancia de la comensalidad en nuestra sociedad, especialmente los argentinos que la valorizamos doblemente, compartiendo la carne, el bien social por excelencia en la ceremonia entrañable del asado, y también el mate, una comensalidad sin comida, donde lo importante es compartir la rueda, la charla, en fin, los valores que dicen cómo debe ser interpretada la vida. En la comensalidad cotidiana, en el compartir los alimentos alrededor de la mesa, se reúne un grupo doméstico, para socializar a las nuevas generaciones, aprender de las estrategias de los mayores y compartir con los pares, buscando solucionar los problemas del diario vivir y proyectar el futuro. En cambio, la industria te dice que lo importante es la comida individual, solo romper el paquete y consumirlo en forma descartable y sin la reunión social. Hoy la cocina casera esta deslegitimada y toda la industria nos grita que no importa la cocina ni la comensalidad ni la historia, que abrir un paquete y engullir una porción de algo soluciona el problema de comer. Y comida casera y comensalidad van de la mano, la mesa es importante, allí se socializan las nuevas generaciones y se aprenden, con la excusa de la comida, los valores y la historia familiar. Y la identidad alimentaria es parte de esa identidad.

—En Una historia social de la comida usted investiga la sinergia entre alimentación y cultura, considerándola al mismo tiempo producto y productora de relaciones sociales. Por lo que parte del pasado evolutivo para analizar las grandes transformaciones que cambiaron la alimentación, la sociedad, el cuerpo y la manera de enfermar y morir de los seres humanos. ¿Cuáles son las lecciones que la humanidad aprendió de esa experiencia y cuáles son los errores que se siguen cometiendo en relación con la alimentación?

—La primera lección aprendida y olvidada es que la diversidad es importantísima. La diversidad no solo mejora la dinámica de la producción agraria agroecológica, también protege al ecosistema y nosotros, como omnívoros, estamos condenados a la diversidad. El omnívoro no encuentra todos sus nutrientes en la misma fuente, necesitamos productos animales vegetales y minerales. Este cambio que empezamos a registrar hace dos millones quinientos mil años nos empujó a la diversidad, a partir de ese momento el evento alimentario humano se hace colectivo y complementario. El metabolizar la carne de otros animales y encontrar en ella los nutrientes que necesitamos, obligó a nuestros antepasados a cambiar su lugar en la cadena trófica por obra de sus propias creaciones. Los ancestros vegetarianos eran presas, en cambio, el onmivorismo nos obligó a convertirnos en predadores y los colmillos y garras, que no teníamos, fueron sustituidas por herramientas. A partir de ese cambio metabólico fundamental, para cumplir con su nueva condición biológica tuvieron que ir más allá de la biología, tuvieron que cambiar los comportamientos estereotipados por conductas creativas, comunicarse, aprender, transmitir, planificar, usar el fuego, y desarrollar categorías para explicarse el mundo. Todo empezó con la alimentación omnívora, que desplazó a la alimentación vagabunda que se observa en muchos primates antropomorfos, donde cada uno iba recogiendo y comiendo lo que encontraba. Así apareció la alimentación comensal, donde algunos van a tomar el riesgo de ir a buscar carne, ya sea por carroña o por caza, para luego compartirla con los demás. Esto se infiere porque solo había un fogón en los abrigos de los grupos de homo sapiens de hace cientos de miles de años. Ahí comienza esta conducta comensal, se buscaba la comida en conjunto y se compartía en conjunto. Un biólogo español decía que cocinar nos hizo humanos porque en la tranquilidad del fogón y viendo la transformación que sufrían los alimentos por el fuego se pudo crear categorías para describir estas transformaciones iniciando el lenguaje abstracto. Me encantaría que esta hipótesis fuera verdadera. La paradoja es que si la comida nos empujó al pensamiento complejo, la demanda actual de comer sin pensar, tragar mucho y rápido, mientras hacemos otra cosa, ya sea caminar por la calle o trabajar en la computadora, va en contra de nuestra característica como especie.  No me parece muy sabio, ni deseable ni sano. Pero hay algo que la industria aprendió muy rápido de las tendencias de la especie y es que el sabor dulce, el sabor graso y el sabor salado  tienen un nivel altísimo de aceptación. Y esto tal vez se deba a que eso era lo que no había cuando se creó nuestra anatomía, así que hay pocos mecanismos fisiológicos para dejar de comer lo que no había. Y la industria aprendió que si quiere vender vamos a encontrar más apetecibles aquellos productos con sal, azúcar y grasas. Y eso lo explota ad infinitum. Por eso hoy los estados tratan de regular la industria, como el ejemplo del reciente etiquetado frontal en la Argentina.

—Esta sección se llama Agenda Académica porque pretende brindarle espacio en los medios masivos de comunicación a investigadores y docentes universitarios para que difundan sus trabajos. La última pregunta tiene que ver, precisamente, con el objeto de estudio: ¿por qué decidió especializarse en la sinergia entre sistemas alimentarios, sistemas económico-políticos y epidemiología?

—No fue premeditado, la vida me fue llevando. Yo trabajaba como antropóloga en la búsqueda activa de niños desnutridos para programas de tratamiento ambulatorio en  hospitales del Conurbano bonaerense, en La Matanza, en San Francisco Solano. Luego concursé un puesto en el Ministerio de Salud y puse esa experiencia en la investigación y gestión de programas y políticas de alimentación y nutrición. Siempre estuve en el cruce de antropología, medicina y economía, no podía sino llegar a la política alimentaria.