La gripe me había tirado tres días en cama. Todavía me sentía mal, pero ese 3 de junio de 2015 hice un esfuerzo y me levanté. Quería ir al Congreso para cumplir un compromiso personal: defender mis derechos como mujer. Hacía tiempo había abandonado la vieja enseñanza de que los periodistas no debemos involucrarnos en los temas que cubrimos. Cómo no. La violencia de género y los femicidios eran (son) una emergencia y ameritaban una lucha colectiva a la que me debía sumar.
En el camino de San Telmo al Congreso me topé con afiches de Evita y el cartel de Ni Una Menos por todas partes. Era temprano, faltaban tres horas para la convocatoria, pero ya había mareas de personas que avanzaban por la 9 de Julio y doblaban por Avenida de Mayo. Vi el lema plasmado en banderas, camisetas, pines, suéteres, gorras y mantas. Se escribió en todos los tamaños y materiales posibles. Lo mostraban, sobre todo, mujeres.
Al verlas, supe, sentí que estaba presenciando algo nuevo. Un capítulo bisagra en la historia del feminismo.
Miles de voces gritaron Ni Una Menos en una manifestación inédita. La convocatoria, nacida en las redes sociales como respuesta al asesinato de la adolescente Chiara Páez, de 14 años, había crecido como una bola de nieve, al amparo de décadas de lucha feminista en Argentina. La protesta central fue frente al Congreso, pero también se repitió en otras ciudades y provocó admiración en muchos países.
En los días previos fue inevitable la aparición de los oportunistas, personajes que en sus programas ejercen, defienden y justifican el maltrato a las mujeres, o políticos que, en lugar de aplicar leyes o reformarlas para combatir la violencia de género, se limitaron a sacarse fotos con el cartel de letras rosas. El lado positivo fue que se logró instalar la violencia contra las mujeres como tema permanente. En discusiones en los medios, entre amigos, con la familia y en la escuela, se analizó la raíz cultural y la naturalización del maltrato físico, psicológico y económico contra nosotras, que tiene en el asesinato su máxima expresión.
Al deambular por los alrededores del Congreso y descubrir la magnitud de la manifestación, las lágrimas se me atragantaban. Me sobrepuse para trabajar y hacer entrevistas. Las respuestas repetían un hartazgo colectivo por el machismo en sus variadas formas. Todas las mujeres me contaban algún episodio violento. Con algunos yo misma me identificaba. En medio de los reclamos, se construía un clima de solidaridad y acompañamiento.
Antes de seguir mi ronda reporteril hice una escala frente al cine Gaumont y compré una camiseta con el dibujo de la Enriqueta de Liniers con el puño en alto. Un nuevo y querible símbolo. A cada paso pensaba en la importancia de borrar prejuicios al estilo: “Las mujeres no pueden trabajar juntas”, o “las redes sociales propician el individualismo y la soledad”.
Periodistas, escritoras y activistas de diversas procedencias políticas, con largas o nulas trayectorias feministas, habían logrado que decenas de plazas se colmaran de mujeres que exigían políticas públicas contra los femicidios.
Las calles alrededor del Congreso quedaron bloqueadas por la llegada masiva de gente, así que me refugié en una cafetería sobre Callao y Rivadavia para escribir y mandar fotos y videos a mi agencia. Ya no hubo modo de salir, menos en mi caso: soy claustrofóbica y las multitudes me provocan ataques de pánico. Pedí un capuchino y me dispuse a esperar a mi amiga Albertina, un luminoso faro de sororidad en mi vida porteña. Me alegró mucho verla entrar con Ramiro y con Juana, su hija, porque es importante que los hombres entiendan que los femicidios son un problema social que no afecta solo a las mujeres. Rami cargaba a la niña de 4 años, que dormía, pero se despidió pronto porque debía volver al trabajo. Más tarde se nos unió nuestra amiga Silvana. Hablamos de la importancia del acto, de la necesidad de decir presente y analizar cómo seguir. Juana despertó y, al llevarla al ventanal a mirar el interminable desfile, me preguntó por qué había tanta gente.
—Es una marcha de amor para recordar que a las mujeres nos tienen que tratar bien, nosotras también debemos tratarnos bien.
—¿Solo a las mujeres?
—No, Juani, debemos tratar bien a todos, pero hoy venimos por las mujeres. Nos tenemos que querer, el amor es lo más importante.
—Bueno, no importa, mi papá y mi mamá ya me explicaron.
El día terminó de la mejor manera posible, con Albertina, Silvana y yo acompañándonos, queriéndonos y reconstruyendo nuestra amistad como desde hace tanto. Y Juana corriendo feliz por las calles de San Telmo y con su carita embarrada de helado de chocolate.
Después de esa protesta, algo cambió en Argentina. Los reclamos ante cada femicidio se multiplicaron y se tornaron cada vez más masivos. Las redes sociales fueron la válvula de escape para denunciar campañas, comentarios, actitudes machistas que antes eran cotidianas y toleradas, a veces incluso aplaudidas en medio de carcajadas. La paciencia de las mujeres argentinas con el patriarcado se estaba agotando. Sin proponérselo, se pusieron a la vanguardia del feminismo que revolucionaba el mundo.
Por eso, no fue casual que, tres años más tarde de la primera marcha Ni Una Menos, el movimiento demostrara su fortaleza en el debate por la legalización del aborto que el presidente Macri habilitó a pesar de estar en contra y sin tener idea del vendaval feminista que iba a desatar. La fecha clave fue el 8 de agosto de 2018, el día que el Senado debía ratificar o rechazar la legalización que ya había aprobado la Cámara de Diputados.
*Autora de Al gran pueblo argentino, editorial Marea (fragmento).