Malvinas y la asunción de Alfonsín constituyen un período bastante prolongado –en relación con los siete años de dictadura–, pero cuando son considerados como el momento de “agotamiento” y el inicio de “la transición” suelen ser visitados rápidamente, como si todo lo que allí sucedió se hubiera dirigido de manera inevitable hacia el final de la dictadura y el nuevo gobierno democrático y sus políticas de investigación y justicia. Con escasas excepciones, esto sucede en las narraciones sobre la dictadura para un público general, escolar o especializado.
En el caso de la investigación profesional, no se trata de que los análisis hayan ignorado la incertidumbre y la conflictividad de la época en torno a cada uno de esos temas, pero sí de que los elementos que se han destacado son los que efectivamente construyeron el camino de la condena, investigación y justicia de los crímenes, la vigencia de los derechos humanos como paradigma y la visibilidad de sus actores privilegiados. Ello, sin duda, es consecuencia de la importancia histórica del movimiento por los derechos humanos en la Argentina y del encauzamiento judicial de los crímenes que marcó el proceso político argentino de allí en más y hasta el presente. De hecho, la “transición” argentina es conocida y destacada en el mundo entero por el peso de los derechos humanos y la opción por la justicia como política de Estado posdictatorial.
Desde las ciencias sociales, el período final de la dictadura siempre fue abordado –con mayor o menor definición conceptual– como parte de la “transición a la democracia”, y ello incluye, según periodizaciones variables, también la primera etapa del gobierno de Alfonsín.
De forma contemporánea a ese proceso, un conjunto significativo de trabajos politológicos, movilizados por el interés en pensar las posibilidades y dificultades de las “transiciones” en el Cono Sur de América Latina, se preocuparon por la construcción de distintos modelos y alternativas para explicar y prever esos procesos y las condiciones de posibilidad de las nuevas democracias. Ello dio lugar a los estudios clásicos de la llamada “transitología”. Para el caso argentino, uno de los puntos de discusión claves de esos análisis ha sido la diferenciación –en relación con otros países de la región– de una transición “por colapso” en la cual no hubo pacto entre las Fuerzas Armadas y las fuerzas partidarias, sino un verdadero derrumbe del gobierno castrense. En ese sentido, en este trabajo se sugiere la necesidad de observar el proceso, y no solo el resultado de la ausencia de un pacto, y de desacoplar las explicaciones globales sobre por qué no fue posible ese acuerdo para observar qué sucedió en particular con el tema represivo. (...)
Así, frente al pacto global propuesto por las Fuerzas Armadas en la “concertación” de 1982, los partidos políticos se negaron, pero “el tema de los desaparecidos” siguió siendo objeto de negociaciones y los partidos estuvieron dispuestos a acordar con el régimen durante mucho tiempo y casi hasta último momento.
Otros aspectos discutidos en aquellos trabajos sobre la “transición a la democracia” en el caso argentino fueron las alternativas entre continuidad y discontinuidad entre el régimen dictatorial saliente y el nuevo régimen constitucional, y la búsqueda de una periodización que permitiera establecer temporalmente el inicio y el cierre de ese proceso de “transición” y de “consolidación” de la democracia.
En este sentido, por afuera de la discusión habría que indicar que el problema reside en el propio concepto de transición, que obliga a pensar en un punto de llegada o de cierre y lleva a la búsqueda de las variables que marcarían ese cierre cuando en realidad estamos hablando de procesos históricos (no de modelos) que no tienen cierre de ningún tipo, incluso si se cumplieran todas las condiciones hipotéticas deseadas. En cuanto a la pregunta de qué indicadores marcarían ese punto de llegada, se suele sostener que tienen que ver con alguna forma de encauzamiento de las violaciones a los derechos humanos, un acotamiento del poder tutelar de las Fuerzas Armadas y la democratización de la sociedad. Y aquí comienzan a mezclarse modelos prescriptivos y procesos históricos reales.
¿Qué significaría una democratización de la sociedad como requisito para medir una transición concluida? ¿Una transición con amnistía o impunidad no es una transición concluida igualmente? ¿La transición argentina donde los procesos de justicia han tenido sucesivos avances y retrocesos sigue entonces abierta? De nuevo, la cuestión pareciera ser no naturalizar una definición de transición como modelo único deseado a partir del cual medir las experiencias nacionales concretas. En efecto, muchos de estos abordajes sobre la “transición a la democracia” han sido criticados por su tendencia a definir tipos ideales y modelos predictivos; por su mirada lineal y normativa sobre la democracia como punto de llegada, entendida en términos procedimentales e institucionales; porque, a pesar de la importancia acordada a la noción de incertidumbre para entender el momento histórico, se descuidó la contingencia y la incertidumbre de los procesos políticos más allá de las normas, ignorando la persistencia de conductas, imaginarios y culturas políticas previas que no se modificaban por la mera fijación de nuevas reglas. En definitiva, se cuestionó que los mismos elementos teóricos funcionaron de diagnóstico, interpretación, modelo y forma de incidencia intelectual sobre el proceso en curso. Podría decirse que “transición a la democracia” fue, ante todo, una categoría nativa de muchos actores de la época. Para intelectuales y políticos –señalan Cecilia Lesgart y Sergio Visacovsky junto con Rosana Guber–, la democracia se transformó en el objetivo de un cambio cultural, la única garantía de una reconstrucción política y una salida a la crisis de la cultura y el sistema político argentinos.
*Autora de El final del silencio, editorial Fondo de Cultura Económica (fragmento).