Las campañas electorales potencian la sensibilidad de algunos temas. Eso debió sentir Daniel Herrero, el presidente de Toyota, la automotriz líder de Argentina, cuando simplemente transmitió una realidad con la que se enfrenta su empresa cuando quiere ampliar el ritmo de producción: les cuesta encontrar el personal adecuado, y puso dos medidas que lo ejemplifican. Por un lado, se refirió a haber obtenido el título secundario, y por el otro, tener una mínima capacidad de comprensión. La polémica no se hizo esperar y alimentó la grieta que parece atravesar cualquier discusión en la Argentina actual.
No debería ser una rareza que el CEO de una gran compañía industrial opine y se muestre preocupado por el impacto de la educación en una variable clave en su tablero de control: la productividad de la mano de obra. Tampoco que una organización que consagra la calidad intente poner un piso mínimo de habilidades y actitudes para luego continuar formándola puertas adentro. Lo preocupante, en todo caso, es que esta sea la excepción y no la norma frente a una realidad acuciante. Es por eso que muchos colegas de Herrero optan por no hacer comentarios públicos que los expongan más de lo que están dispuestos en lo que creen que es su rol. Es la resignación a un papel de contralor, pero nunca de liderazgo público.
La educación, como los aspectos ambientales, la seguridad jurídica o hasta la infraestructura sobre la que descansan para ser más competitivos es algo que afecta su negocio tanto o más que una buena gestión financiera.
Argentina tiene leyes que pautan la organización de su educación. Por ejemplo, que la escolarización es obligatoria desde preescolar hasta el último año de la secundaria. Una utopía que no encontró resortes para su cumplimiento: solo la mitad de los que empiezan el colegio lo terminan. Y ese porcentaje de deserción se eleva a medida que va bajando el nivel económico-social del hogar de procedencia o el grado de escolaridad alcanzado por los padres. Un dato preocupante: si la educación es el vehículo de ascenso social por excelencia, los que más lo precisan son los que más expuestos están a las dificultades para poder completar el mínimo exigido por la ley… y por las empresas a las que les toca tomar personal.
La mejora del sistema educativo es un lugar común en el debate público. Todos parecen estar de acuerdo en que debe haber un esfuerzo mayor por adecuar contenidos, métodos, normas y ordenar el gasto, pero el diagnóstico parece no encontrar un consenso cuando se trata de darles prioridad a las acciones. Es así que la presencialidad en las escuelas fue la variable de ajuste primera a la hora de disponer cierres por las cuarentenas.
Las pruebas Aprender, una forma de establecer comparaciones para poder dibujar el mapa de conocimientos, también entraron muy pronto en la grieta. Quizás no es el mejor método para poder encontrar puntos de referencia, pero indudablemente es mejor que la autopercepción a la hora de establecer avances y reprocesar metas a alcanzar.
Muchas veces se subrayó la poca atención presupuestaria de los gobiernos, especialmente los provinciales (que es sobre los que recae el mayor esfuerzo económico en la materia). La pauta normativa indica que el gasto total en educación deber ser el 6% del PBI, una medida considerada ambiciosa pero que, desde hace más de una década, sirvió como un listón a superar para las políticas de gasto público pero que tampoco estuvo lejos: llegó al 5,75% en 2015 y algún centésimo menos en 2017, pero nunca bajó del 5% del total.
Y faltaría considerar otros gastos en aspectos educativos que no entran en este etiquetado que harían alcanzar el porcentaje objetivo. Otros consideran que ese porcentaje (Argentina está bien posicionado comparado con otros países de similar desarrollo) debería ser más elevado, pero dado que el 90% del gasto se destina a pagar salarios y cargas sociales, guarda relación con el ingreso promedio de la economía.
La verdadera disyuntiva no es la cuantía del gasto, sino cuál es su composición y orientación. La educación es una inversión, no un gasto, pero no toda inversión es igual de productiva. Exigir gastar más sin resolver antes cómo hacerlo mejor es una forma elegante de no tocar nada.
Como decían los revolucionarios parisinos del 68: seamos realistas, pidamos lo imposible. El precio de ese juego lo pagarán los desocupados de la próxima generación.