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Dos recitales inesperados

Era gratis, no teníamos un franco (no existía el euro), y allí fuimos: fue uno de los mejores recitales que vi en mi vida.

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¿Qué es la ignorancia? ¿No saber? O mucho más todavía: no saber que no se sabe. Creo que a eso Lacan lo llamó “la soberbia del ignorante”. No el que, bajo el mandato socrático, solo sabe que no sabe nada, sino el que cree que sabe sin saber que no sabe. Esa actitud solo desemboca en el prejuicio y en la falta de interés por la novedad. A mí me sucede muy seguido –dediqué mi vida entera a que nada cambie, a que todo siga igual–; pasaré ahora a relatar dos episodios musicales, emblemáticos de ese defecto para que, si entre mis hipotéticos lectores se encuentran algunos de generaciones jóvenes, no cometan el mismo error que este veterano (¡Como si la experiencia pudiera transmitirse!).

Entonces: tenía yo veintipico de años, vivía en París, era sábado a la noche y con mis amigos no teníamos plan. Tampoco mucha plata. Eramos cuatro o cinco: un canadiense, su novia francesa, otros franceses y yo. El programa habitual, en nuestra pobreza, era ir a sentarnos a las escalinatas de Trocadero a perder el tiempo. A veces íbamos también a la Rue de la Huchette, a comer en un griego barato, lleno de palomas que volaban por dentro del salón. Igual la pasábamos muy bien: hablábamos de literatura y cine toda la noche, hasta que corriera ya el primer subte. De repente el canadiense dijo que podía conseguir entradas gratis para ver a Camarón de la Isla en el Cirque d’Hiver. Yo no sabía quién era y, cuando me informaron, hice todo para boicotear la salida. El flamenco se me hacía como el tango, cosa de machistas llorones y no mucho más. Pero fracasé en mis intentos. Era gratis, no teníamos un franco (todavía no existía el euro) y allí fuimos: fue uno de los mejores recitales que vi en mi vida. Extraordinario en su desborde, su genio y su capacidad teatral.

Salí, y en la puerta compré un CD de grandes éxitos de Camarón de la Isla, que todavía escucho de vez en cuando, en especial temas como La leyenda del tiempo o Nana del caballo grande. El segundo fue hace tres o cuatro años, en el Festival Literario de Paraty, Brasil, lugar maravilloso en el que la pasé, obviamente, maravillosamente. Luego de la apertura oficial nos invitaron a un concierto de Gal Costa. Yo estaba con un amigo mexicano y le dije que nos escapáramos lo antes posible a cenar o a tomar algo. Gal Costa era para mí algo del pasado, una cantante ininteresante. La MPB (música popular brasilera) se me hacía tediosa, previsible, empalagosa. Mi amigo, hombre correcto si los hay, me dijo que era una falta de respeto no asistir al recital y, algo contrariado, allí fuimos: fue también uno de los mejores recitales que vi en mi vida.

Gal Costa presentaba Recanto, disco increíble. Producido por Caetano y Moreno Veloso, es una cruza perfecta entre tropicalismo y música electrónica. Hay una línea de fondo que recuerda el sonido de Bristol, de grupos como Portishead, o incluso Tricky, matizado por una voz, la de ella, que parece salida de ultratumba. Desde el primer tema –llamado Recanto escuro– precisamente se marca el tono oscuro del disco, grave, fantasmal.

En menos de tres minutos yo ya había caído en un estado de fascinación y al terminar el recital lo único que quería era volver a verla (cosa que hice unos años después en San Pablo). A la salida no vendían el disco, pero sí en el duty-free del aeropuerto. Todavía suelo escucharlo con entusiasmo nocturno, en otoño, los días de lluvia.