Carlos Fuentes (1928-2010), gran artífice de nuestra lengua y uno de los narradores más potentes, tanto en lo literario como en lo político, que dio el siglo XX en América Latina, da cuenta en Diana o la cazadora solitaria (novela que no intenta disimular su contenido autobiográfico) del romance ciegamente apasionado que durante unas pocas semanas unió al autor con la actriz Jean Seberg, una mujer de vida, pensamientos y sentimientos tumultuosos que terminaría suicidándose con una sobredosis de droga en París, en 1979, a los 41 años. En un momento de la novela, mientras el protagonista compara a su esposa, María Guzmán (en la vida real la actriz Rita Macedo) con Diana Rosen (nombre que oculta a Seberg), dice de aquélla: “Sabía que debajo de esta marea incesante se sedimentaba, sin embargo, una estabilidad necesaria en la que el amor y el deseo se unieran sin violencia, descartando la necesidad del celo para incrementar el deseo, o la necesidad de la culpa para agradecer el amor”.
Como todo tiene que ver con todo, este párrafo del gran escritor mexicano (Premio Cervantes en 1987 y Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1994) bien puede aplicar a la forma de vivir de la sociedad argentina. La vida en nuestro país se agita y revuelve movida por la “marea incesante” sin que asome la “estabilidad necesaria”.
Casi contra natura, esta marea solo sube y sus golpes en la rompiente son siempre violentos. Es impulsada por prejuicios, resentimientos, revanchismos, intolerancia, imposibilidad de escuchar, contemplar y considerar a quien piensa, decide o elige de manera diferente.
Aquí el deseo (de poder, de hegemonía, de posesión y posesiones) es ambición voraz e inclemente, y desplaza al amor (entendido como reconocimiento del otro, como aceptación, como consenso en el disenso, como posibilidad de negociación, como ejercicio de integración de diferencias siempre que éstas no sean éticas y morales).
Y también lo desplaza la necesidad de encontrar culpables, sin reconocer responsabilidades propias. Donde reina la culpa suele agonizar la responsabilidad. Un país de culpables (para unos y para otros, depende quien eche las culpas) no puede ser un país de responsables.
El problema con vivir en la “marea incesante”, sin pausa y sin sedimentación, es que se naturaliza y crea acostumbramiento y adicción. Se fijan la sensación y la creencia de que “las cosas son así”, de que no pueden ser de otra manera, de que el enfrentamiento, la sospecha, el resentimiento, el rechazo, la intransigencia, el sectarismo, el fanatismo son muestras de afirmación, y que quien mejor los ejercite será el ganador, sea en el plano íntimo (pareja, familia, amistad) o en el público (política, negocios, deportes, etcétera). Las energías individuales y colectivas se despilfarran día a día en ese estilo de vida y de vinculación, al que se procura justificar o disfrazar bajo autoelogios como los que dicen que somos “apasionados”, “creativos”, “vitales”, y bajo la convicción de que “nos merecemos” otra cosa, como si el merecimiento fuera cuestión de deseo y no el punto de llegada de una manera de vivir y actuar.
Exiliada de la “estabilidad necesaria” desde tiempos inmemoriales, la sociedad llega al final de cada año con una sensación recurrente: la de haber sobrevivido a El año que vivimos en peligro (título de la memorable película del australiano Peter Weir protagonizada en 1982 por Mel Gibson y Sigourney Weaver). A veces, esa sensación prevalece en uno de los filos de las tantas grietas que fragmentan a la sociedad, a veces prepondera en el filo opuesto. Por distintas razones los años parecen interminables y el alivio por la supervivencia dura solo hasta el próximo golpe de la marea.
Acaso alguna vez llegue un año inolvidable: será un año previsible, tranquilo, sin grandes acontecimientos, con rutinas que cimenten una convivencia lógica, privado de falaces promesas de grandeza, en el que quizás no estemos “de pie” (como dice una de esas promesas) pero sí cómodamente sentados para descansar de tanta marea. Ojalá todavía estemos aquí para vivirlo.
*Escritor y periodista.