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El aroma del wu

El juego entre azar y destino, ese otro rasgo borgeano, es parte del volumen conceptual de todo lo que Philip Dick escribe.

1-11-2020-Logo Perfil
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La primera vez que leí El hombre en el castillo fue por recomendación de Angel Larotonda (1939-2005), director de mi tesis de licenciatura en matemática. De la tesis no recuerdo siquiera el título, pero Pucho (así lo llamábamos) era un excelente profesor y una persona singularmente afable y generosa. Lo traté, además, en una época en la que todavía la investigación estaba más orientada al conocimiento que a la publicación de papers y la presencialidad de la enseñanza universitaria no solo servía, como señala Agamben, para llenar los puestos jerárquicos de la factoría social. La conversación sobre la obra de Philip Dick entre un matemático y un aspirante a serlo es una pequeña muestra de la riqueza que la vida académica podía cobijar. 

Sin embargo, más allá de la buena voluntad de Pucho para explicármelo, no entendí mucho del libro, que volví a leer en estos días a raíz de la serie que se emite por Amazon. Tardé así casi medio siglo para descubrir que El hombre en el castillo es un libro extraordinario, así como la conexión entre Dick y Borges. Ambos sentían el placer y tenían la capacidad para apoyarse en operaciones mentales abstractas. La imaginación los llevaba a desdoblar el tiempo y el espacio en alternativas múltiples y, recíprocamente, a tratar el presente como la reunión del pasado y el futuro, del Oriente y el Occidente, de la racionalidad y la gnosis, a convertirlo en un punto en el que caben todas las ideas, todas las creencias, todos los libros. 

El hombre en el castillo parte de tres ideas brillantes. Una es que hubo un desvío en la Historia, por el cual los Aliados perdieron la Segunda Guerra y los Estados Unidos quedaron divididos en dos colonias: una en manos de los nazis y otra del imperio japonés. La segunda idea es que en ese mundo alternativo hay un escritor llamado Hawthorne Abendsen que publica una novela según la cual el Eje perdió la guerra, es decir, la contrapartida ficcional de El hombre en el castillo. Esa simetría especular entre el texto y su fábula, una puesta en abismo muy borgeana, hace a la delicia del libro y a su potencia metafórica. La tercera es el uso del I Ching, por el cual El hombre en el castillo es un libro sostenido por otros dos. El antiguo oráculo chino les sirve a los personajes para hacer conjeturas sobre su porvenir y al propio Abendsen para decidir el curso de la trama de su novela así como le sirvió a Dick para orientar la suya. El juego entre azar y destino, ese otro rasgo borgeano, es parte del volumen conceptual de todo lo que Dick escribe.

Dick tuvo una vida complicada, escasa en reconocimiento y pletórica en angustias, drogas y esposas, así como una carrera que partió del pulp y se encaminó hacia la paranoia y el misticismo. Su enorme fama póstuma no le sirvió para sentirse parte de la gran literatura. Pero su lugar de artesano americano que prefiere ser original en un género sin prestigio está descrito en un pasaje genial de la novela en el que un japonés introduce el concepto de wu, una “serenidad que no se asocia comúnmente con el arte sino con lo sagrado”, que se transmite del artesano al consumidor y no se mantiene en la reproducción industrial. El wu desborda en el libro de Dick pero desaparece en la serie, que se infla al mismo tiempo que se vacía en manos del soez ingenio de los guionistas.