Llevó poco más de un año, pero la ficha finalmente cayó. El principal problema que tiene la economía argentina sigue más vigente que nunca pero hoy está más visibilizado: la inflación. Quizás los ojos se fueron abriendo durante este verano, en que el IPC no bajó de 3,5% mensual, la misma tasa de inflación anual de casi todos los países de América. La proyección de Martín Guzmán que era sólo una cuestión coyuntural veraniega y que se iría acomodando a partir de abril chochó contra la pared estadística: el INDEC, hoy resistente a realizar el “dibujo patriótico” que se militaba en tiempos de la intervención de Guillermo Moreno clavó dos cifras por encima de los 4 puntos; 4,8% en marzo y 4,1% en abril. Y nada indica que la de mayo pueda estar por debajo del 2% para empezar a converger en la ahora utópica marca del 29% que quedó en el Presupuesto 2021 aprobado por abrumadora mayoría.
La inflación del 2020 había arrojado 36,1%, una victoria matemática para un año en que la pandemia y la ausencia de fuentes de financiamiento alternativos obligaron a usa y abusar de la única que queda en pie: la emisión monetaria. El descalce temporal entre esa cifra y el crecimiento de la base monetaria (55% para el mismo período) pareció darle la razón a quienes ven en cualquier atisbo monetarista un intento de ideologizar la lucha por la estabilidad de precios. Lo cierto es que en una economía semiparalizada como la del segundo trimestre del año pasado y el temor por lo desconocido hizo aumentar la demanda de dinero transaccional, el “por si acaso” que acompaña esos fenómenos extraordinarios. La lenta pero inexorable normalización de la economía hizo caer ese tramo de la demanda de dinero y también la aceleración en los precios de góndola, como quedó plasmado en la evolución del IPC del 2020: de 1,5% promedio hasta julio, trepó a 3% para el tercer trimestre y luego entre 3,5% y 4,8% en el verano. La variación interanual en abril fue del 46% pero si se repitiera el promedio del primer cuatrimestre (4,1%; 17,6% en total) los precios estarían navegando a una velocidad de crucero de 62% anual.
En un año electoral y por más que se logró una postergación de un mes para las PASO, la paciencia y la confianza ciega en el ministro “de la deuda” tiene un límite. La amenaza luego concretada de volver a fase 1 a casi todo el país anuncia el impacto negativo en la actividad y por lo tanto en la recaudación impositiva.
En ese y no otro contexto es que hay que inscribir otra medida, aparentemente inconsulta, de suspender las exportaciones de carne vacuna por 30 días. Con el antecedente negativo del ciclo intervencionista iniciado en 2006, que luego se extendió por casi una década, la iniciativa más parece un tiempo obligado de negociación para lograr algunas concesiones de parte de los productores. Uruguay había resuelto el aparente dilema de consumo vs precios con el famoso “asado del Pepe”, un acuerdo para abastecer a precios accesibles algunos cortes, como la tira de asado, a cambio de no interferir en los embarques del resto. Eso mismo se lo recordó el ex Presidente oriental a Alberto Fernández cuando lo llamó para saludarlo en su cumpleaños. “No es joda”, le recordó, como si hiciera falta a quien tuvo que lidiar con la Mesa de Enlace en 2008 en el fragor del conflicto por las retenciones móviles. Claro que Uruguay no tiene retenciones a estos productos y el tipo de cambio es único. Tantas restricciones llevaron, para 2015 a un piso en la cantidad exportada: 180.000 toneladas y una liquidación del 20% del stock ganadero. La reacción al movimiento al otro lado del péndulo no se hizo esperar: ya en 2019 y 2020 las exportaciones se quintuplicaron, y pasaron del 5% de la producción total al 29%. Un elemento clave para una industria federalizada y mano de obra intensiva (se calcula que casi medio millón de personas está empleada en toda la cadena).
En definitiva, una forma peculiar de negociar opciones posibles pero que, sobre todo, desnudan la impotencia de controlar lo que se ninguneó durante décadas: la erosión inflacionaria.