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El encanto de las viejas revistas

Me gusta el papel. Quiero decir, me gusta leer en papel. Debe ser por eso que no leo demasiados blogs, y los mails que tienen más de seis o siete líneas corren el riesgo de quedar para siempre inconclusos.

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Me gusta el papel. Quiero decir, me gusta leer en papel. Debe ser por eso que no leo demasiados blogs, y los mails que tienen más de seis o siete líneas corren el riesgo de quedar para siempre inconclusos. Por razones de fuerza mayor (un euro: 4 pesos), leo en Internet los suplementos culturales de algunos diarios extranjeros y pocas cosas más. Probablemente, también se deba a una segunda razón (concomitante con la primera): me gusta leer acostado. Tirado en un sillón, en la cama, o a lo sumo en una silla con las piernas subidas al escritorio. Ni la notebook más moderna permite leer echado, sin contar el temor que me produciría quedarme dormido con una computadora sobre mi panza (a la inversa, nada más hermoso que dormirse con un diario sobre el pecho). Y en especial, me gusta leer revistas. A lo largo de mi vida, he sido un gran coleccionista de revistas. Cuando me mudé de mi departamento de la Avenida de Mayo, me desprendí de las colecciones completas de Cerdos & Peces, El Porteño, El Periodista, El Expreso Imaginario, Babel y algunas más.
Tengo un vago recuerdo de hace muchos años, cuando tenía quince, en plena Guerra de Malvinas. Era una canción de Litto Nebbia que hablaba de los jóvenes aburridos que se quedan los sábados a la noche en sus casas leyendo revistas viejas (no debe ser muy difícil chequear si realmente la canción es de Nebbia, o si la letra dice eso; alcanza con ir al Google, pero como no tengo banda ancha, supongo que tardaré bastante en encontrar la información, y además prefiero quedarme con mi recuerdo). Pues bien: yo era uno de esos jóvenes aburridos (y aún lo sigo siendo. No joven, sino de los que se quedan en sus casas ojeando viejas revistas). Por ejemplo, hace poco, hablando con un diseñador gráfico sobre la tapa de un libro, le decía que habría que ilustrarla con una vaca, pintada con colores pop. En realidad, tenía en mi cabeza el recuerdo de una tapa de El Porteño, donde había una vaca con walkman y el título “La Argentina moderna” (probablemente haya sido una ilustración de Gumier Maier; no debe ser muy difícil chequearlo en el Google, etc., etc.). En ese momento, me di cuenta de que había hecho mal en regalar mi colección (que ya ocupaba un placar entero del piso al techo, ya que también incluía centenas de recortes de diarios y suplementos culturales y revistas de rock). De vez en cuando, en librerías de viejos, encuentro algún número de esas revistas. Al verlas, suelo pensar: “Mirá este perejil, hizo una reseña a favor de tal o cual escritor”. A veces también tropiezo con algún artículo mío (de cuando recién empezaba a publicar). No me dan vergüenza ajena, simplemente me parecen escritos por otra persona, por alguien que lleva mi nombre pero no soy yo.
Hay una genial frase de Barthes sobre Proust: “El encanto de En busca del tiempo perdido: de relectura en relectura me salteo diferentes párrafos”. A mí me pasa lo mismo con esas revistas. Cada vez que las releo, encuentro algo nuevo. O a la inversa, algo que se convirtió en irremediablemente viejo. Ahora tengo la colección completa de Barcelona, de Lucha Armada en la Argentina, sigo con el Diario de Poesía, con Punto de Vista, con El Ojo Mocho (que ya casi no sale), con Tupé y con no muchas más. ¿No hay más revistas buenas, o soy yo que estoy envejeciendo? En todo caso, me gustaría leer una revista con el espíritu de El Porteño, sobre todo de la época anterior a haberse vuelto cooperativa.
Hay un poema de Fabián Casas, incluido en su libro El salmón, llamado Un plástico transparente: una pareja se da un beso a través de la cortina de baño, y de repente, el poema dice: “Me llamaste, acercaste la cara/y nos besamos a través del plástico transparente: fue un instante/las parejas y las revistas literarias/duran casi siempre dos números”. Quizás allí resida el encanto de las revistas viejas: en, como decía Baudelaire, “atrapar lo poético en lo histórico, lo eterno en lo transitorio”.