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El humor del carcelero

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Un amigo escritor intentó visitar a unos presos y no le dejaron ingresar unos libros al penal. De allí deduzco que los libros están prohibidos en las cárceles. Me pregunto si el libro está prohibido por ser un potencial vehículo, por ejemplo, para un cuchillo, que muy cómodamente entraría entre las páginas de En busca del tiempo perdido, o si la prohibición alcanza estrictamente al contenido. Porque en ese caso habría que imaginar una larga lista de procedimientos para determinar qué contenidos están prohibidos y por qué cuando se supone que no hay presos políticos ni persecución ideológica.

La explicación de mi amigo me deja sin palabras: todo depende del humor del portero en el horario en que vayas. Iba como representante de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (que están expresamente autorizadas a llevar libros a los reclusos) pero el cancerbero le cerró el paso porque sí. Porque puede, aun no pudiendo.

Yo sé que se trata de un escándalo menor, sobre todo cuando el verdadero escándalo parece ser que haya presos políticos no declarados. Pero a lo mejor en la naturaleza de este desliz, de este incumplimiento de las leyes más básicas de la vida, esté la clave para entender los grandes incumplimientos.

La lógica del portero es la que reina en la prisión: acá es válido lo que decida el que lleva el uniforme. Si no tiene ganas de dejarte pasar libros, los libros no pasan. Lo mismo correría para cualquier otra “libertad” de los reclusos, lectores ideales de cualquier literatura, típico “público cautivo”, si se me permite –ojalá no– la escalena humorada.