COLUMNISTAS
Violencia

El orden clandestino

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Rosario. “La violencia cae como un sudario en los barrios sucios”, dicen. | telam

Tuve la mala fortuna de estar en Nueva York el día de los atentados contra las Torres Gemelas. Unas semanas después, una vez abiertos el espacio aéreo y los accesos a Manhattan, en una sección local del New York Times y en un segundo plano, me llamó la atención una noticia que daba cuenta del secuestro llevado a cabo por la policía de un contingente de camiones que trasladaban ilegalmente chatarra desde la Zona Cero con destino a unos depósitos en Staten Island, uno de los condados de la ciudad. El informe no dudaba en adjudicar a la mafia la autoría de los robos, señalando a una de las cinco familias que operan allí, incluyendo Nueva Jersey, todas vinculadas a la corrupción en el negocio de los residuos.

Años después recordé este episodio al ver la serie Los Soprano. Aquella familia de Nueva Jersey que, en la presentación de cada capítulo, nos enseñaba a Tony Soprano regresando del trabajo a casa, emulando la apertura de Los Picapiedra para generar empatía desde el principio, esa familia Soprano venía a poner a la altura del barrio, a nuestra propia dimensión, actividades que en la pantalla estaban reservadas a los Corleone o a Meyer Lansky.

Será en la serie The Wire donde queda desplegado todo el mapa del crimen organizado en una ciudad. Desde la ficción, pero con un criterio documental, vemos cómo en Baltimore se ensambla la maquinaria del narcotráfico en armonía con la Justicia, la policía, los políticos, los sindicatos y los medios. Cada uno de estos actores sociales merece una temporada para su creador, David Simon. Vale la pena verla porque no se trata de Las Vegas: pasa en la esquina de casa.

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La lectura de Rosario: la historia de la mafia narco que se adueñó de la ciudad (Sudamericana, 2023), de los periodistas Germán de los Santos y Hernán Lascano, actualiza dramáticamente en el plano de lo real este hilo de producciones audiovisuales inspirado en el crimen organizado. Quizá porque en el prólogo Hugo Alconada Mon pone énfasis sobre el hecho de que la lectura del libro genera la impresión de estar ante una producción de Netflix o HBO, alabando la virtud narrativa de los autores, remite a un género cuyo pasaje de la ficción a la realidad es trágico.

En el libro de investigación anterior, Los Monos (Sudamericana, 2017), De los Santos y Lascano reconstruyen la saga de las familias locales que manejan el negocio de la droga en la ciudad. Esta segunda entrega amplía el campo de acción documental para describir un escenario con varios niveles en los que participan, prácticamente, todos los actores con diversos grados de poder en la ciudad.

La perplejidad invade al lector al constatar el embrión del delito en las barriadas donde se alojan las cocinas de la droga, la distribución masiva a través de chicos y el almacenamiento de dinero de manera rudimentaria. Más aún cuando, a partir de este accionar básico, el dinero cobra vuelo y aparece en escena el perfil empresarial y financiero para el lavado de esa masa incalculable de plata a la que hay que quemarle la opacidad lubricando a la Justicia, la policía y la política.

De los Santos y Lascano, más allá del aporte de la investigación, intentan una construcción de sentido mínima de este escenario que, a diferencia de las ficciones mencionadas, inunda la realidad con un baño de sangre inaudito. “En Rosario la violencia cae como un sudario en los barrios sucios”, escriben los autores. Pero la violencia no queda encerrada en los barrios marginales: se derrama por todas partes como si fuera un eco moderno de Cosecha roja, de Dashiell Hammett (en la novela la acción transcurre en Personville pero sus habitantes la llaman Poisonville: ciudad envenenada).

El libro sobre Rosario cuenta lo vulgar del delito, la violencia cotidiana y la existencia, como expone el sociólogo Matías Dewey en otro brillante ensayo con una investigación sobre La Salada, de un verdadero Estado paralelo, un orden clandestino.

Nos asustamos ante la irrupción de un perfil político disolvente que pone en entredicho las bases democráticas y pretende clausurar el Estado. Es lógico el miedo, pero deberíamos también interpelar a ese orden establecido al margen del sistema que opera sin la amenaza de ninguna motosierra en el sur de Santa Fe y en el conurbano bonaerense. Un Estado que reside peligrosamente en manos privadas al abrigo de lo público.

*Escritor y periodista.