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el caso del jubilado

El peligroso camino de la violencia

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| Cedoc

Jorge Adolfo Ríos sufrió un asalto durante el mes de julio de este año y mató a uno de sus agresores, Franco Martín Moreira. Ocurrió en la ciudad de Quilmes, provincia de Buenos Aires. Las imágenes que captaron las cámaras revelaron una parte de la historia y se desató una polémica singular.

En el fondo, se renovó una vieja discusión relativa a si hay una justificación legal y moral, en virtud de la cual en determinadas circunstancias los ciudadanos podemos matar a otra persona. El Código Penal se ocupa del tema y existen posiciones filosóficas claras sobre la acción de matar. No me voy a concentrar en ello. Tan solo voy a intentar exponer cómo el caso “Ríos” se inscribe en la misma matriz que el fenómeno de las “causas armadas” y luego intentaré dejar planteado un interrogante sobre las razones en que se cimentan estos casos.

El comportamiento de Jorge Adolfo Ríos hay que mirarlo en el contexto de lo que se conoce como la “inseguridad”. Esto es, por el temor a ser agredido por un ciudadano o por las reacciones que despierta esa agresión concreta. Es un problema gravísimo. No me voy a detener con profundidad en él. No obstante, es preciso señalar dos puntos. Uno, se trata de un tema en el que la Justicia está en deuda, pero que no se arregla solamente con la Justicia. Dos, los fracasos de todos los intentos de los últimos años por abordar el problema desde la perspectiva reformas legales/policiales, es un indicador válido para comenzar a mirar la cuestión desde un lugar más amplio y que incluya a la Justicia, a la Policía y a la ley.

Evidentemente hay un problema de eficacia de la ley. Propongo pensar el caso “Ríos” y las “causas armadas” como una crisis en la obediencia de la ley que, por caminos distintos, nos desafía a todos los ciudadanos a civilizar las relaciones sociales o, parafraseando a Antoni Domenech, a embridarlas en el lenguaje de la Constitución Nacional ya que, en definitiva, los dos senderos nos llevan a la misma conclusión: el problema de la eficacia de la ley para ordenar las interacciones entre los habitantes.

Empiezo por “Ríos”. Tanto la acción que sufrió como la forma en que reaccionó constituyen delitos que deben ser juzgados. El tema es cómo hacer para que no se repitan. Allí hay que mirar la forma en que viven los grupos más vulnerables. Las condiciones materiales de existencia en algunos sectores de nuestra geografía son malas. Allí yace el germen del proceso de desconexión de las personas con las leyes, porque está en juego la satisfacción del principal derecho humano, el derecho a la vida.

El derecho a la vida es un derecho irrenunciable e indisponible de todo ciudadano. Supone la chance de existir. Existir significa poder comer, trabajar, tener dónde vivir y poder pensar en el futuro; es decir, ser propietario de algo más que el cuerpo o ciertas habilidades para trabajar. Cuando la existencia no está garantizada, la guía de conducta es la desesperación. Entonces, las motivaciones para actuar se cimentan en la fuerza y la violencia que desplazan a la legalidad. Ello no equivale a justificar nada. Repito, los delitos deben ser juzgados. Simplemente revela con nitidez que los problemas de eficacia de la ley están anclados en la “distancia” entre el mundo de la vida real y la lógica de las leyes. Esto quiere decir que la crisis del derecho a la existencia se traduce en el paso de la sociedad civil a la vida social; es decir, a la convivencia articulada en base a la fuerza y a la violencia.

Las causas armadas suponen un entretejido de intereses legales e ilegales de los que puede ser víctima cualquier ciudadano. Expliqué con detalle el mecanismo en República de la Impunidad (Ariel 2020). Aquí, cabe señalar que supone el uso aparentemente legal de una causa judicial para, en nombre de la aplicación de la ley, violar la ley. La dinámica es sencilla. Exige como mínimo una denuncia verosímil, funcionarios judiciales dispuestos a hacer “como si” aplican la ley y a permitir un uso anómalo del aparato judicial. La versión completa requiere la participación de abogados, periodistas y otros funcionarios públicos. El resultado de esa práctica se define por la objetualización de una persona. El “elegido”, se desplaza desde el lugar de sujeto de derecho a objeto de un mecanismo violento que lo anula como tal.

Este tipo de comportamientos también pone en tela de juicio la eficacia de la ley, aunque por otro camino. En virtud de razones que no puedo enumerar, el armado de procesos judiciales anida en la porosidad de las instituciones que permite que algunas personas las direccionen para conseguir fines particulares. Ellos desafían la ley porque tienen la capacidad de desconocer la autoridad del Estado republicano e intervenir en un rasgo básico de aquél: definir el bienestar general. Dichos grupos pueden direccionar el monopolio legítimo de la fuerza de acuerdo con intereses propios. Viven fuera de la ley. Ello significa que, por el camino de un poder que trasciende los límites de la Constitución, subordinan para sí el poder público. Otra vez se trata de interacciones sociales que se guían por el uso de la fuerza y la violencia y que también nos desafían a constitucionalizarlas.

En ambos casos es sencillo concluir que el vector principal es la violencia derivada de la ausencia de mediaciones institucionales. Cuando nos concentramos en el hecho de la ciudad de Quilmes vemos que sobresalen las armas, cuando nos enfocamos en el armado de expedientes, vemos que el elemento sobresaliente es el poder entendido como fuerza que permite usar la ley para cometer ilegalidades. Lo que tenemos que hacer, entonces, es civilizar la vida social; esto es, reubicarla en la Constitución Nacional, pero también debemos tomar nota de la advertencia de la realidad, que nos dice que cualquier solución debe tener en cuenta las condiciones materiales de existencia para que la acción social se mueva, tanto por “arriba” como por “abajo”, en los límites de la Constitución.

*Fiscal Penal de la Nación.