A cierta altura de la soirée una se da cuenta de que está manteniendo estrechas relaciones con señores que ostentan títulos más que importantes de profesores titulares de las diversas partes del organismo de cada una. Y a propósito de eso recuerdo que alguna vez unos médicos amigos me pidieron una conferencia inaugural de un congreso, y yo que no soy médica sino fabuladora de cuentos dije qué hago. Y enseguida me di cuenta: pues recurrir al padre de la medicina, al señor Hipócrates. Me divertí mucho, la verdad. Y eso porque dicho señor es una figura muy simpática y como tal lo usé para una especie de puesta en escena en el ágora en donde se encontraban Sócrates, Sófocles y el maestro de Cos. Ya sé que nada que ver, que no fueron contemporáneos, pero eso no es importante. Será imposible, si usted quiere, pero importante no es. Ellos estaban ahí y charlaban y los tres tenían cosas interesantes que decir y yo los oía y tomaba notas, y si bien es cierto que mi conferencia tuvo mucho éxito, también lo es que no fue mérito mío sino de los tres nobles señores. Y es que lo que pasaba era que don Hipócrates tenía pesadillas y soñaba con la historia pasada y futura de la medicina. Sobre todo la futura, que viene a ser la nuestra. Si usted me permite que me cite a mí misma, ahí va: Junto a la cama de Hipócrates es posible que haya despertado, al tamborileo de los cascos sobre la tierra de Cos, la infinita perplejidad de un hombre frente a ese “cielo segundo y fantasmal” que es la visión incontaminada y casi imposible de comprender, de un mundo que aun no existe.
Voy a seguir citándome a mí misma: suelo decir que no sé para qué escribimos, si los griegos y Borges ya dijeron todo. Y es que el doctor de Cos cinco siglos antes de Cristo decía lo mismo que le dice a una hoy en día el clínico: pocas carnes rojas, mucho pescado, un huevo por día, mucha verdura, mucha fruta, actividad física y, esto es delicioso, media copa de vino tinto con el almuerzo. Todo lo demás es fruslería y publicidad.