COLUMNISTAS
VOTO Y DEMOCRACIA

En defensa de la autonomía

A la hora de la decisión final, se trata de un derecho que se debe defender. Ninguno tiene el monopolio del acierto.

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Desanudando dudas. | Pablo Temes

“La moneda está en el aire” es una metáfora apropiada para un balotaje: expresa la expectativa, que nos mantiene en vilo, ante un desenlace cuyo resultado admite solo dos posibilidades: ganará uno y perderá el otro. Cara o ceca. Se trata, alegóricamente, de matar o morir. En los deportes, el azar determina apenas quién elige el arco o hace la primera movida. En cambio, en el juego por dinero o por el poder político, se deciden la felicidad y la desgracia. Como ocurrió en elecciones anteriores, un drama de esta naturaleza se resolverá el domingo próximo. Y no será el azar el responsable del desenlace, sino la voluntad de millones de personas.

La casuística muestra que los votantes firmes representan una minoría. En el mejor de los casos, no pasan de uno de cada cuatro en las principales fuerzas. Son los que en los sondeos responden que tienen seguro el voto. Una evidencia es el núcleo duro que respaldó a Cristina durante los últimos quince años. Aproximadamente un 25 por ciento del electorado la acompaña fielmente desde 2007, cuando alcanzó la presidencia. En el momento de la reelección, en 2011, que marcó la cima de su carrera, a los devotos se les sumó un amplio contingente, hasta alcanzar el 54 por ciento de los votos, lo que constituye el mejor desempeño de un candidato presidencial desde 1983.

Usando la jerga de los economistas, puede decirse que los electores más convencidos son inelásticos respecto de los líderes a los que adhieren. Como si fuera un alimento del que no pueden prescindir, lo seguirán consumiendo con independencia de la calidad y el precio. Si se considera que en el balotaje compiten solo dos, puede estimarse que probablemente la mitad de los votantes son inflexibles. Los del libertario le pertenecen; una parte importante de los del ministro son prestados, por la que aún, en su ocaso, es la principal accionista del oficialismo. Responden a ella, no a él, lo que abre dudas acerca de si la historia no volverá a repetirse.

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Debido a que los candidatos que preferían fueron eliminados, el dilema lo tiene la otra mitad del electorado, que no sabe qué hacer. Le quedan dos posibilidades. Una es elegir al menos malo, una conducta frecuente en los balotajes. Esta vez, sin embargo, existen hechos deplorables que dificultan esa opción: uno de los candidatos, no es broma, es el ministro de Economía de un país en bancarrota y de un gobierno irremediablemente corrupto; el otro quiere arrasar el Estado, considera abusivos los derechos y aberrante la justicia social. Sus proclamas atemorizan; su programa, confesado e inconfesable, pretende abolir avances preciados de la cultura democrática. Sus voceros autorizados niegan la dictadura, consideran fantástico el mercado de órganos y piojosos a los que optan por el matrimonio igualitario. Un horror y una amenaza.

Parte de la gente ve un país sin otro rumbo que el desencanto y la frustración

Ante la eventualidad del porvenir funesto que depararía un presidente con esas ideas, los cultores del menos malo prefieren inclinarse, tapándose la nariz, por el otro candidato, en el que no confían, pero que registraría mejor desempeño en un imaginario “malómetro”, instrumento deprimente que, podría suponerse, usan para medir la baja calidad. De este modo, se acepta la elección entre lo malo como una fatalidad, prevalece la resignación, se pretende evitar el fuego optando por la brasa. La convicción, que es un rasgo de la fortaleza espiritual, queda de lado, no se sabe si por lucidez o por miedo a enfrentar la adversidad. Cabe preguntar si “el menos malo” de los que temen a la ultraderecha es acertado o revela falta de fe en la democracia. No se cree que, si los libertarios ganaran y quisieran atentar contra ella, no teniendo apoyo legislativo ni territorial suficiente, encontrarán una oposición política y social rotunda. Qué podrían hacer: ¿reivindicar el terrorismo de Estado, echar miles de empleados públicos, encarcelar opositores y periodistas, ordenar represiones sangrientas, cerrar el Congreso? Cualquiera de esas acciones provocaría un repudio masivo y tenaz. El sistema, con todos sus defectos, posee niveles de movilización, organizaciones, instituciones y recursos legales, como el juicio político y la destitución, que lo impedirán. Puede consultarse el caso de Pedro Castillo, entre otros.

La otra posibilidad es jugar callado, votando en blanco o absteniéndose. Les cabe a los que rechazan la oferta, por considerarla igualmente nociva, y apuestan a que su silencio, si alcanzara volumen, podría ser atronador. Estos electores están bajo asedio: los presionan los que votarán por convicción a uno u otro y quieren convencerlos; los que optarán por el menos malo y los consideran tibios o, peor, responsables del triunfo del fascismo o del populismo; por último, los constitucionalistas dogmáticos, quienes sostienen que su conducta transgrede las normas. Como suele ocurrir, el superyó, bajo distintas máscaras, hostiga a aquellos que marchan en contra de las conductas dominantes. En este caso, de los que “militan el voto”, como se dice ahora.

El sufragio por convicción y por el menos malo son típicos. El primero, como se dijo, resulta menos frecuente, pero la democracia lo necesita como el agua. La otra alternativa, que defienden intelectuales de ambas orillas, es entendible, aunque polémica. Como escribió Montaigne, la gente de letras sufre una extraordinaria pérdida ante los bárbaros. Frente a esa calamidad, descartan lo bueno, omitiendo, con cierto paternalismo, que la opción de los demás puede ser el modo en que ellos expresan lo que consideran mejor. Nadie es el dueño de ese atributo en una sociedad abierta.

Ojalá que la polémica apasionante sobre qué votar no opaque la autodeterminación de la gente: el parecer de su conciencia ante el apremio militante; la oportunidad de meditar, decidiendo según el propio criterio. Y también la eventualidad de equivocarse. En esta columna se advirtió, con tono admonitorio, sobre esa posibilidad. Pero no corresponde, porque surge de la angustia ante el abismo. Y del temor a la libertad de los otros para tomar posición, aunque a uno no le guste. Allí reside la clave del pluralismo. Por eso, a la hora de la decisión final, la autonomía es un derecho que debemos defender. Ninguno tiene el monopolio del acierto.

El lunes 20, miles festejarán, miles pasarán a la oposición o a la resistencia, y millones seguirán con su vida, sabiendo que si no se la ganan nadie lo hará por ellos. Este es un aspecto sustancial de la democracia. Confiemos en que ella sobrevivirá a los que la amenazan, como ocurrió durante los cuarenta años que celebramos.

*Sociólogo.