Cada semana llega al Correo medio millar de cartas, lo que obliga a un cuidadoso proceso de selección facilitado por una prescindible mayoría de envíos institucionales, gacetillas de prensa, claras producciones de aparatos partidarios o apañados por agrupaciones políticas, spam y otras intoxicaciones. Así, queda para su análisis final y consecuente edición un puñado de cartas que se pretende administrar con criterio diversificado y ecuánime. En ese marco, una cantidad importante de textos de lectores contiene apreciaciones políticas muchas veces fronterizas con lo impublicable por su virulencia y subido tono de agresividad. En general, no se da curso –más claramente: no se publican– a aquellos envíos insultantes, agraviantes o acusatorios sin sustento de pruebas. También, y en gran número, llegan al Correo e-mails que suelen calificar estos tiempos democráticos como dictadura, o tiranía, o carencia de cumplimiento de preceptos republicanos. A éstos quisiera referirme para aclarar a los lectores algunos puntos y proponerles que no sigan incurriendo en errores históricos, políticos e intelectuales.
¿Es posible una dictadura con sustento constitucional y amparada por las leyes? La Historia demuestra que sí, pero creo necesario un paseo por nuestro propio pasado para aclarar la cuestión con algunas precisiones que no todos los lectores tendrán presentes.
Nuestra Constitución estableció en 1853 –y amplió con sus modificaciones y reformas– un sistema similar a otros vigentes en distintos países del mundo. Allí, nada se dice –acertadamente– acerca de los mecanismos electorales, sus limitaciones, peculiaridades y protagonistas. “El sistema electoral es la llave del gobierno representativo –escribió Juan Bautista Alberdi en su libro Elementos de derecho público...–. Elegir es discernir y deliberar. La ignorancia no discierne, busca un tribuno y toma un tirano. La miseria no delibera, se vende. Alejar el sufragio de manos de la ignorancia y la indigencia es asegurar la pureza y el acierto de su ejercicio”. En 1857 fue sancionada la Ley 140, que estableció el voto no obligatorio, sólo para hombres (y no todos), cantado o escrito y sometido a un régimen policíaco-político que daba pie a todo tipo de acciones fraudulentas. Meses después de los comicios de ese año, Domingo Faustino Sarmiento relató en una carta a Domingo de Oro: “Las elecciones fueron las más libres y más ordenadas que ha presentado la América. Para ganarlas, nuestra base de operaciones ha consistido en la audacia y el terror, que empleados hábilmente han dado este resultado. Los gauchos que se resistieron a votar por nuestros candidatos fueron puestos en el cepo o enviados a las fronteras con los indios y quemados sus ranchos”. Una revisión de las obras de Payró, que ironizó ferozmente sobre ese régimen electoral, permite una amable y a la vez agria comparación entre aquel pasado y esta Argentina 2015. Fraude, aprietes, castigos corporales, hasta la eliminación física de eventuales opositores, todo valía en un régimen menos democrático que dictatorial.
Así siguieron las cosas hasta que en 1912, bajo la presión de sectores que pretendían cerrar la canilla de esa pseudodemocracia (añorada, hay que decirlo, aún hoy por algunos personajes ultraconservadores) para abrir una nueva, el presidente Roque Sáenz Peña logró imponer su proyecto de cambio tras un debate que duró meses y enfrentó a los defensores del régimen vigente con los renovadores. Finalmente, la nueva ley electoral fue sancionada y se impuso lo que rige hasta hoy: un sistema electoral universal, obligatorio y secreto para todos los habitantes masculinos mayores de 18 años. Recién en 1949 se incorporó el voto femenino.
No fueron flores las que tapizaron el camino de la democracia argentina hasta hoy: golpes militares (1930, 1943, 1955, 1966, 1976), lapsos con pátina democrática y realidad carente de voluntad popular (la llamada “década infame”, gobiernos en los que el poder militar y los sectores conservadores proscribieron buena parte de la voluntad ciudadana), desembocaron en lo que vive hoy la Argentina: una democracia aún inmadura, con bolsones de autoritarismo, corrupción y excesos desde el poder. Pero democracia al fin.
Por lo tanto, este ombudsman propone a los lectores rever sus tendencias a la diatriba y la calificación inadecuada para este o cualquier otro gobierno surgido de la voluntad popular. Lo contrario es seguir soñando con el país de 1857.
Errata. El domingo 2, página 43, al pie, un recuadro de la amplia y documentada nota sobre cambio de identidad de género pasados los 40 años atribuye a la policía Angie Alvarez haber ingresado a la institución en 2008 como hombre, cuando ello ocurrió en 1998. Queda salvado el error.