Murió Samuel Huntington. La evaluación completa de su obra tomará más espacio y otra autoridad académica, pero ya en los obituarios locales se perciben algunas distorsiones que conviene aclarar.
Alguna prensa lo ha presentado como “El profeta del choque de civilizaciones,” cuando Huntington escribió precisamente para advertirnos de ese peligro, no para pro-fesarlo. Asimismo, se vincula generalizadamente su pensamiento “a la orientación geopolítica y militar de George Bush,” lo que supone una injusta identificación. Por empezar, él venía de ser funcionario de Carter, no de Bush, y su artículo “¿Choque de civilizaciones?” se publicó en Foreign Affaires en 1993, cuando ese presidente ya había pasado. Puede que algunos de los neocons en el poder, enhebrados por la presencia de Dick Cheney en todas las presidencias Bush, hayan procurado respaldarse en el pensamiento de Huntington, como hicieron con Fukuyama, a pesar de la polémica que los separaba, para justificar su peligrosa aspiración de un dominio planetario de la cultura occidental, pero nada más alejado de la cosmovisión de este notable pensador. Huntington sostenía exactamente lo contrario: las civilizaciones deben aprender a convivir, a tolerarse sin que ninguna hegemonice a las demás.
Deliberada o involuntariamente, cada vez que tratamos de exportarles desde formas de gobierno o tecnologías más eficientes, hasta jeans, rock o hamburguesas, les vamos diariamente propinando mayúsculas o sutiles agresiones a su propia identidad cultural que, tarde o temprano, podrían alimentar, precisamente, un choque de civilizaciones.
Huntington se anticipó a avisarnos que, por primera vez en la Historia, y desde ahora para siempre, el planeta ha pasado, de verdad, literalmente, a convertirse en un mundo-uno: ya no será más posible convivir ignorándonos. Para Occidente, persistir en aspiraciones hegemónicas puede configurar un error de proporciones: según Huntington, el poder de Occidente ya llegó a su apogeo: nos aguarda la declinación, a lo sumo la meseta.
Tampoco es verdad su alegado racismo antihispánico. Su preocupación por el multiculturalismo no apunta a sus esencias sino a sus excesos: la utopía de un mundo donde todos somos intercambiables ya ha generado demasiadas experiencias totalitarias. En última instancia, las sociedades no pueden ser esencialmente multiculturales como los individuos no pueden vivir con múltiples personalidades: la conciencia de las diferencias es lo que otorga valor a la convivencia, y no al revés. Para mejor convivir, no es necesario mutilar las diferencias sino potenciar los parecidos. No será negando mi identidad que aprenderé mejor a aceptar la del otro.
Es también erróneo que Huntington tuviera un concepto detrimental de América latina. Muy por el contrario, nos reconocía características propias de una posible civilización independiente. Malo o bueno, nuestra desconfianza final en el capitalismo y la renuente práctica de nuestras democracias, nos impiden una adscripción completa a la civilización occidental. Quien sabe, quizá alguna vez terminemos plenamente integrados a Occidente. O, como sospechaba Huntington, tentemos un camino propio, parecido pero no idéntico, como una subcultura vinculada o, directamente, una completa apuesta cultural diferenciada.
El tan esperado giro de la política exterior norteamericana en dirección al multilateralismo y la convivencia no hegemónica bien pueden consagrar, con el nuevo gobierno, el mejor reconocimiento a lo que Huntington proponía. Ni indiferentes ni hostiles, debemos aprender a convivir con intercambios al mismo tiempo inevitables y riesgosos: esa lúcida advertencia configura el corazón mismo del legado de Samuel Huntington.
*Ex secretario general del Ministerio de RR.EE. Vicecanciller de la Argentina entre 1992 y 1999.