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La sociedad de la queja

Distinta de la protesta, es una manera argentina de convivir que alcanza a todas las clases sociales, y revela hartazgo con el país.

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Solo de ‘viola’, Alberto Fernández. | Pablo Temes

No sabemos si el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han estuvo en Argentina alguna vez. No faltará oportunidad de que sea invitado dado lo prolífico de su obra. Si esto sucede, no tardará en agregar un capítulo a su libro La sociedad del cansancio (2017, Herder), o directamente cambiarle el título por La sociedad de la queja.

Agotados. Es que en forma imperceptible la queja se ha convertido en el hogar común de gran parte de los argentinos, casi una forma de interactuar con dos demás. La queja crea contenido y vínculo. Se escucha en la cola del banco, en los cumpleaños, en los chats de los padres de colegio, en algún asado familiar: todos nos quejamos. Es difícil saber cuándo se originó esto, hay memoriosos que sostienen que antiguamente los lunes los vecinos comentaban los partidos en lugar de quejarse de la AFA.

Hay quejas que son completamente comprensibles. Por ejemplo, las que se orientan a las eternas fallas del servicio de empresa de telefonía, celulares, energía, televisión por cable, etc. Suelen coincidir en el hecho de que se trata de empresas cuasi monopólicas, y las quejas de los usuarios manifiestan no solo insatisfacción, sino la imposibilidad de que sus reclamos sean escuchados y atendidos. También muchas quejas se refieren a los constantes aumentos de precios. Los verduleros lo conocen bien, pues son de los pocos comerciantes de venta al público que mantienen cierta cercanía con los clientes. Es entendible, cada aumento hace mella en el bolsillo de los consumidores.

No future. Sin embargo, hay una queja más profunda, más ontológica, más esencial, y que expresa directamente un hartazgo con el país. Puede presentarse de mil formas, pero marca un cansancio con la misma comunidad de la que se forma parte. En lo más amargo de este lamento está la idea de que el país no solo cayó en la decadencia, sino que el futuro se perdió para siempre: de ahí viene la famosa pregunta que hizo un medio sobre en qué año “se jodió” la Argentina. Se pueden dar muchas respuestas, pero la propia formulación de la pregunta habilita y presenta algo inevitable e irrecuperable. Como parte de este árido razonamiento, surge la comparación con otros países, aparentemente más afortunados, incluyendo las recomendaciones de quienes se han ido a vivir a otras latitudes, o lo bien que les fue a parientes y conocidos; esto, en lugar de aliviar, causa nuevas amarguras.  

La queja, lejos de ser un símbolo de inconformismo o de protesta, es la puesta en escena de la frustración, la perspectiva de un fracaso. También conlleva una violencia retenida y contenida en las palabras. Por eso, en algunas ocasiones pasa el umbral de lo simbólico y se transforma en violencia física. Esa tensión se nota en las calles, no importa el tamaño de la ciudad.  La queja no es propiedad de determinado grupo social, género o un franja etaria, pero podría decirse que en diferentes estratos se desarrollan diferente argumentario de quejas. En los sectores bajos se escuchan en forma habitual protestas por la mala calidad del agua o la falta de trabajo, mientras que entre los sectores medios y altos se escucha hablar del tamaño del Estado o de lo alto de los impuestos que se pagan. Quizás todos tengan razón simultáneamente.  

Lo que no vendrá. El filósofo coreano sostiene que la sociedad del cansancio es propia del capitalismo tardío por la necesidad de los individuos de sobreexplotarse para alcanzar los estándares de vida y consumo esperados.  Es la transformación de la sociedad disciplinaria, propia de los siglos XIX y XX, a la sociedad del rendimiento, característica de estos días. De allí que la depresión, los trastornos de hiperactividad o el burnout laboral se vuelvan habituales en los países centrales. En cambio, la sociedad de la queja al estilo argentino se fundamenta en su capitalismo fallido, un modelo que tiene prácticamente todas las desventajas del capitalismo pero pocos de sus logros. Este capitalismo fallido, acumulación rápida que siempre termina en crisis, coloca a la Argentina en una montaña rusa permanente de inestabilidad, la repetición de sucesos como la crisis de la deuda, la devaluación brusca de la moneda y la imposibilidad de planificar, digamos, a unos años. La extenuación no es tanto física sino mental, por eso siempre en el sitial de los medicamentos más vendidos figuran los ansiolíticos.

Culpables. La sociedad de la queja permanente, además de frustración, construye pesimismo e inmovilismo; son unos dados ya echados que cristalizan un país detenido en el tiempo y sin destino. Se verbaliza la situación, pero rara vez se llama a la acción, ni grupal ni individual. Ese malhumor constante, esa descarga, necesita construir argumentos que sostengan la conversación, por eso es preciso encontrar culpables para explicar las zozobras. A su tiempo los culpables pueden ser los migrantes, los que cobran planes sociales, pero también los banqueros, los terratenientes o directamente del peronismo como lógica cultural. Más allá de la diversidad de culpables, incluso por fuera de la grieta, existe el acuerdo tácito de endilgarles toda la responsabilidad a los políticos: pensando la política como una esfera escindida de la sociedad de la que surge.   

No obstante, los políticos también se quejan. Sin ir más lejos, Mauricio Macri se quejaba de que la sociedad no lo comprendía pues no terminaba de entender el objetivo de su misión. En ese marco se discutía si comunicaba bien o mal. Alberto Fernández se queja, por ejemplo, de los aumentos de precios de las grandes empresas que no estarían acompañando la emergencia. También, en el marco de la discusión sobre la modalidad de aumento a los jubilados, el Presidente protestó por el tratamiento de algunos medios que infunden pesimismo. Allí se reabre una discusión eterna: ¿los medios de comunicación (o sus referentes) reflejan los estados de ánimo?; ¿simplemente tratan de acompañar el clima general?; ¿o representan a intereses implícitos para acabar por debilitar a los gobiernos? Cada cual tendrá su teoría.

Para ponerlo casi en términos de manual de autoayuda: es difícil imaginar país “exitoso” en el cual sus habitantes creen que es un lugar tóxico e inhabitable. Quizás la batalla cultural esté perdida, ¿o no?

* Sociólogo (@cfdeangelis).