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respuestas necesarias ante la crisis

Las condiciones de un diálogo

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Reclamo. Las necesidades también pueden ser un obstáculo para el análisis racional, sobre todo sin dirigentes que guíen bien. | Pablo Cuarterolo

¿De quién es el Gobierno? ¿De Cristina, de Alberto, de La Cámpora? Una respuesta que interesa a quienes se ocupan del reparto de responsabilidades. ¿A quién culpar por los resultados? La noticia se repite: el Presidente y la vice últimamente no conversan. Los que marchan no se hacen preguntas dramáticas sobre el tema, porque viven otros dramas todos los días y a todas horas. Ellos marchan por necesidad y obligación, ya que la asistencia es discretamente observada por organizadores que conocen los nombres de quienes encabezan las columnas. Hace muchas décadas, en algunos países europeos, se definió a estas marchas como las del protagonismo de los que viven con el temor de perder incluso más de lo que ya han perdido o nunca tuvieron.

El temor no es inmotivado. Marcha gente que carga el peso de la pobreza cotidiana. También sufren lo que, hace décadas, se llamó la inseguridad de la ética y la razón. Viven amenazados. La inestabilidad y la impaciencia dan forma a la expresión de sus necesidades más elementales, porque lo más elemental no admite postergaciones.

Se ha dicho que la neurosis es un obstáculo para el análisis racional. La necesidad es también un obstáculo, aunque la política, en algunas ocasiones, pueda superarlo. Pero ¿dónde están los dirigentes que señalen el camino de esa superación? Sin duda no son los que hoy se ofrecen en la Argentina. Los dirigentes se pelean por sus cargos en el gobierno, y no ofrecen argumentos sólidos para ocupar ese lugar.

Se me ocurre un país donde esas marchas se repitan infinitamente. No lo pienso para desacreditar los valores que la gente pone en movimiento cuando participa en ellas. Pero, antes que esos valores, cualesquiera que sean, manda y gobierna la necesidad. Quienes marchan no han llegado a la rebelión, y eso habla de la eficacia de las dádivas o, si se quiere llamarlas de otro modo, de las compensaciones que el Gobierno ofrece a la desocupación y la pobreza.

Como escribía un observador de la Alemania anterior a Hitler: “Las masas todavía no han entrado en pánico abierto, sino en algo que podemos llamar prepánico, que se caracteriza por la decadencia de los juicios racionales y la completa indiferencia hacia los valores”. ¿Caracteriza esto a la Argentina? Todavía no, digamos con optimismo, pero es posible tocar ese límite donde la democracia y la república se vuelven imposibles.

Hace décadas que participo y observo el espacio público. Nunca vi una expresión tan desnuda de la miseria y del atraso. Argentina está llegando a un territorio que creyó que solo  correspondía a otros países de América Latina, de los que se diferenciaba orgullosamente. Con un orgullo mal fundado, porque tal sentimiento de superioridad tenía los días contados. Fue imposible romper con nuestro destino sudamericano.

En el siglo XIX, la generación del 80 se sintió fuera de ese mapa. Dos o tres décadas después, los progresos de la alfabetización parecieron sostener esa creencia. La incorporación de los inmigrantes al espacio nacional fue, en parte, responsabilidad de la escuela, y sostuvo por un tiempo largo esas ilusiones. Mientras que sus primos, en Sicilia o en el Piamonte, seguían semianalfabetos, los hijos de quienes habían llegado al Río de la Plata podían recibirse en las universidades nacionales.

Hoy contemplo, con nostálgico asombro, la vieja fotografía de un tío abuelo, hijo de inmigrantes, atildado como un gentleman, con sombrero orión, camisa blanca con moño de seda negra y traje de franela gris. Conocí el Jockey Club de la calle Florida a los 6 años, cuando ese tío me llevó para mostrarme las estatuas. No era socio, pero los porteros lo saludaban, seguramente porque allí había entrado muchas veces con sus amigos de la universidad y el foro. Por supuesto, también conocí el conventillo que subsistía en la calle Tronador y Carbajal, al lado de los chalets, que luego fueron reemplazados por torres. En ese conventillo aprendí a comer pasta a la italiana. A mi familia le parecía perfecta la mezcla de colegio privado y amistades con los hijos de un verdulero que todavía empujaba su carro, como hoy lo empujan los cartoneros.

Hay que saber de quién es el Gobierno a la hora de establecer las responsabilidades

Ese país de la mezcla desapareció. Ninguna chica que vaya a un colegio bilingüe almuerza en la pieza de conventillo donde vive una amiguita de la cuadra. Mi educación de mezcla social fue sin duda más rica que la que hoy reciben los hijos de la burguesía, que conocen pobres solo si hacen beneficencia laica o eclesiástica (aunque a esa beneficencia se la llame con otros nombres).

Soluciones falsas. Por suerte, a nuestros problemas se les ha encontrado una solución. En lugar de discutir, debemos dialogar. La zoncera de ese consejo parece evidente. Para fundar la nación y acordar el régimen político, hubo primero vencedores y vencidos. La batalla de Caseros fue el último escalón de prolongadas guerras que tuvieron diferentes causas, entre ellas, los alcances de un federalismo, que ganó la partida y cuyos herederos son hoy los notables gobernadores de estados federales como Tucumán, Santiago del Estero y la nueva, entonces inexistente, Formosa.

Otros repartos no necesitaron tantas batallas. El primer reparto de nuevas tierras, donde vivían los pueblos originarios, se hizo después de la llamada “campaña del desierto”. Nadie se sentó a dialogar con quienes estaban allí desde siempre, porque la victoria fue de Buenos Aires, que entonces se consideraba única encarnación de la patria. Con los indios ranqueles, Mansilla tuvo más contemplaciones que Julio Argentino Roca con los patagónicos. Por lo menos, se sentó a hablar con ellos y los presentó en un libro clásico de nuestro siglo XIX.

El diálogo es algo verdaderamente extraordinario cuando quienes dialogan poseen o se acercan a fuerzas equivalentes. Los sindicatos obreros, que tienen una larga experiencia en el diálogo, saben que, sin el arma de una organización capaz de detener los procesos productivos, el diálogo es una fantasía de utopistas entrenados en el teatro, no en la realidad.

Rucci o Salamanca, de distintos partidos políticos, sabían que el diálogo con posibilidades de ganar el conflicto de intereses que lo provocaba tenía condiciones de éxito cuando uno de los dos interlocutores lograba que el otro aceptara una parte importante de sus objetivos salariales o de las condiciones de trabajo. Por supuesto, no se iba al paro con la primera desinteligencia, pero la huelga o el retiro de colaboración eran la amenaza que los trabajadores organizados sabían ejercer como recurso que les pegaba a los patrones donde les dolía.

Las grandes transformaciones sucedidas en lo que hoy es la Argentina no dependieron solo de las habilidades retóricas. A la dictadura la sacó la derrota que los británicos infligieron a los militares argentinos en las Malvinas. A Perón y a Frondizi los sacaron las Fuerzas Armadas con golpes que incluyeron el bombardeo a la Plaza de Mayo y el apoyo entusiasta de contingentes civiles. Nadie se propuso seriamente dialogar con Illia, antes de obligarlo a abandonar la Casa de Gobierno. Y no sigo hacia atrás, porque la historia conoce la revolución contra Yrigoyen en 1930 y el golpe a Castillo en 1943. No se agotaron las condiciones del diálogo, sino que las remociones de ambos presidentes estaban decididas. No los salvaba ningún diálogo que ya se había extenuado por inutilidad.

Aprendimos de esos golpes de Estado. Lo mejor que aprendimos es que tuvieron consecuencias diferentes. Vamos al golpe más cercano al presente: ni Videla ni Massera pensaron en dialogar con Isabel Perón ni con los jefes de Montoneros o del ERP que pensaban borrar de la faz de la tierra con un método lejano al diálogo político. ¿Algo hubieran cambiado las cosas si hubieran dialogado? Quien piense que las cosas hubieran cambiado no ha leído la historia donde se enfrentaron de modo inconciliable.

El golpe de 1976 fue tan sangriento y nefasto, incluso para quienes comenzaron apoyándolo, que los argentinos aprendimos a darle al diálogo un lugar importante. Pero no volvamos a equivocarnos. No se dialoga solo para ceder. También se dialoga para conseguir acuerdos que respeten algunas de las reivindicaciones de ambas partes implicadas. Y el respeto que reciban esas reivindicaciones, expresado en los resultados obtenidos, no tiene que ver con los mejores dialoguistas sino con quien reconoce que sus posiciones se han ido debilitando. Eso le sucedió a la última dictadura, carcomida por fuertes disensiones internas y el creciente repudio movilizado en las calles.

O sea que dialoguemos tranquilos. Pero, mientras tanto, pensemos que el resultado del diálogo depende de la fuerza social, organizativa, económica y moral, de los implicados. La experiencia enseña que no siempre gana el mejor dialoguista, sino el más poderoso por su organización o sus recursos, que pueda ordenar bien a sus seguidores y controle instituciones a las que se llega solo indirectamente por el voto. El diálogo también puede fundar una sólida hegemonía intelectual de largo plazo, como la que tuvieron algunos partidos comunistas europeos antes de ser reprimidos y liquidados por el fascismo. Gramsci lo probó en la cárcel. Y, ya que se ha citado al gran teórico de las culturas populares, me permito un refrán rioplatense: “Hacen falta dos para bailar un tango”.