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Los intermediarios impotentes

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| Cedoc

Es sabido que Miguel Sáenz es uno de los mejores traductores españoles del alemán. Incluso hay quienes aseguran que es uno de los mejores traductores en general: yo, sin ir más lejos. En cualquier caso basta sumergirse en sus traducciones de las obras de Thomas Bernhard, Arthur Schnitzler y Günter Grass para entender de qué hablo. Pero el tema de esta columna no es Miguel Sáenz en particular sino los traductores en general. A partir de una frase de Miguel Sáenz que se encuentra al final del prólogo a la antología de poemas de Günter Grass hecha por él.

Luego de explayarse en halagos a la prosa y la poesía del gran escritor alemán, Sáenz se detiene, sobre el final, en lo que creo que representa el ejemplo de la postura ejemplar de un traductor frente a una misión que vista con inteligencia y suficiente poder de autocrítica no puede dejar de resultar decepcionante: “Antología es sinónimo de insatisfacción, insatisfacción del antólogo. En cuanto al traductor, después de haber afirmado siempre, petulantemente, que todo se podía traducir, confieso haber llegado, ahora, en algunos casos a confines sin roturar. Por ello, ruego al lector con insistencia que aprenda alemán. Vale ampliamente la pena, aunque solo sea para leer a autores/poetas/creadores tan intraducibles como Günter Grass”.

El miércoles pasado se celebró el Día Internacional del Traductor, en recuerdo de Jerónimo de Estridón, quien tradujo la Biblia del griego y del hebreo al latín por encargo del papa Dámaso I. A esa edición se la conoce como la Vulgata, y en 1546, durante el Concilio de Trento, fue declarada la versión auténtica y oficial de la Biblia para la Iglesia Católica –hasta que en 1979 se promulgó la Nova Vulgata, que es ahora el texto oficial: siempre hay alguien que viene después para mejorar lo que hiciste.

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Jerónimo murió el 30 de septiembre del año 420, a los 78 años, y desde 1953, o sea desde su creación en París, la Federación Internacional de Traductores (FIT) promovió la celebración de un día del traductor, cosa que finalmente se volvió realidad en 2017, por voluntad de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Es por esa razón que desde entonces, cada 30 de septiembre, los traductores de todo el mundo se ven acosados por felicitaciones y saludos que, si son lo suficientemente autocríticos y comedidos, recibirán con vergüenza y hasta con algo de culpa.

Porque un buen traductor nunca está feliz con el resultado obtenido. Tal vez el mejor traductor es el que terceriza el trabajo, reconociendo, a su modo, que no está capacitado para hacer frente al trabajo que se le ha encomendado. Es por esa razón que tal vez el mejor traductor argentino haya sido Jorge Luis Borges, cuyas traducciones terminaban siempre ejecutadas por Leonor Acevedo Suárez, traductora profesional y, ante todo, madre del escritor. Por eso en la Argentina deberíamos celebrar nuestro propio Día del Traductor el 8 de julio, día de la muerte de la madre del escritor nacional. Sería un modo de emanciparnos del resto del mundo y poner de manifiesto no sólo que los argentinos nos manejamos con nuestras propias reglas, sino también que amamos darle a cada cual lo suyo.

La muerte de un Padre de la Iglesia tiene tan poco que ver con la labor del traductor como la astrología tiene que ver con la vida sexual de las almejas. O mejor, hagámosle caso a Miguel Sáenz y honremos a esos intermediarios impotentes aprendiendo lenguas, liberémoslos del yugo de la insatisfacción, que se queden sin trabajo. Prescindir de ellos es el mejor homenaje que podemos brindarles.