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impiedades

Los libros de la mala memoria

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La infancia es el período de la vida en que uno imagina que cada hecho es único e inolvidable. Recuerdo mis aviesos rencores ante situaciones que consideraba injustas: me prometía no olvidar lo ocurrido para no repetirlo cuando tuviera hijos. Daba por cierto que la memoria era una biblioteca infinita y cada acontecimiento era un libro que podía consultarse cuando fuera ocasión de exhumarlo. Por eso me asombró –y esto lo recuerdo vivamente– comprobar que la conciencia adulta era tan permeable a la experiencia de la memoria como a la evidencia del olvido. Una vez fuimos al cine, en familia (¿sería el Aconcagua, donde daban la triple programación de los fines de semana?) y, a los cinco o diez minutos de la exhibición de la primera película, mi padre dijo: “Pero ésta ya la vi”.

Me asombró que mi padre no se acordara al sacar las entradas, y que, una vez comenzada la función, tardara en reconocer lo visto más allá de la primera escena. Yo hubiese sabido apenas bajaban los títulos, de antemano, porque una película era entonces un acontecimiento inolvidable y único. Ahora que títulos y obras se borran rápidamente de mi memoria, y hasta cuando releo lo hago a conciencia de que olvido lo que voy leyendo, entiendo que en la parsimonia de ese borramiento existe, además de la impiedad de los años, el secreto que asiste en voz baja al olvido para que soñemos, contra toda evidencia, que podemos volver una y otra vez a lo mismo como encarnaciones de lo eterno.