Una de las muchas teorías acerca de cómo el ser humano domesticó al perro está relacionada con la del chacal dorado. Este era un antepasado del perro y solía rondar los campamentos de las primeras tribus que hacían fuego durante las noches para poder comer y calentarse. Estos primeros habitantes de la tierra se dieron cuenta de que si le daban comida al chacal dorado, éste se saciaba rápido, no los atacaba y se quedaba merodeando el entorno, y si venía alguien extraño les avisaba. De esta forma, el miedo a los enemigos de otras tribus y a que te cayera encima un depredador más grande dejó más tranquilos a los hombres y pudieron dormir. Claro que ese miedo atávico sobrevivió en la especie y se convirtió en insomnio. Por eso muchos especialistas aconsejan tener un perro si se tienen trastornos de sueño.
Cuando mi hija Anita entró en el Colegio Pestalozzi, era una alumna nueva y los compañeros ya se conocían de antes. Esa es una sensación, para quienes la pasaron, muy dura. Te sentís excluido, extraño. Y aunque ella es muy social –hace amigos rápido en las plazas– la marcó en los primeros días. Hasta que trabó amistad con Imbre, un nenito suizo que apenas hablaba español y que también era nuevo, como ella. Imbre estuvo un año en el colegio y se fue con su familia, pero mi hija me lo recuerda siempre. Me dice que fue su primer amigo y que lo extraña. Me dice que Imbre la ayudaba y la comprendía y la cuidaba.
Le dije que imagináramos un fuego en un campamento donde de golpe empieza a soplar viento y a caer una fuerte, fuerte lluvia. Pero el fuego misteriosamente nunca se apaga. ¿Sabés por qué?, le pregunté. No, me dijo. Le dije: porque Imbre en otro lugar del mundo está también pensando en vos y eso mantiene el fuego encendido. De la misma manera que vos lo encendés cuando pensás en Imbre. Se puso contenta.