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palabras

Odios y oídos

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Imagen ilustrativa - Odio | Unsplash | Melanie Wasser

Después de Wittgenstein y algunos otros investigadores de disciplinas múltiples –el psicoanálisis, la lingüística o las mismas neurociencias–, se suele discutir si el lenguaje es inherente al ser humano, si viene de afuera, si hablamos por lo que escuchamos, si heredamos la lengua de otros, incluso si la voz forma parte o no del cuerpo.  En todo caso, aquellos que vaticinaban una era de la imagen que depusiera la de las palabras no parecen haber acertado en sus visiones.  El lenguaje sigue constituyéndonos (¿o nosotros a él?). Más que nunca, enredados en las redes, ingresamos en la era de los decires. De los malos y de los buenos, de los propios y los ajenos.

Por otra parte, con tantas campañas políticas, ya no se sabe de dónde vienen las palabras, qué significan realmente; no parecen proceder de ninguna verdad, simplemente obedecen a la cadencia publicitaria que supuestamente les otorgaría mayor credibilidad, acompañadas de una miradita combativa o paternal y una coreo gestual que favorezca la puesta en escena del discurso convenido. Finalmente lo que importa es que se impregne el nombre de tal o cual candidato, que el oído también se automatice, que la mano deposite la boleta que saturó su escucha. ¿O sucede todo lo contrario, de tanta enunciación manipulada se agudiza la sordera, las palabras suenan huecas y rebotan en la anonimia del significado?

Marc Augé, y su no lugar

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Quizá si alguien ofreciera dudas, resultaría mucho más creíble. Una dosis de no saber, no de no endilgar, un lugarcito para la intersección.

Y como si esta saturación no bastara, del otro lado de la campaña, el ataque feroz de algunos periodistas. Uno en especial parece atragantado de vituperios, como si tuviera regurgitación verbal. Repite y repite, quitándoles a las malas palabras toda su gracia punzante. Al igual que las campañas, pero sin proyecto más que el de ganarse los oídos del odio. Probablemente haya malinterpretado el genial discurso que ofreció Fontanarrosa en el Congreso de Rosario a fines de 2004. Aquel inolvidable elogio de las malas palabras apelaba a la precisión, y no tanto al desaforo. Decir “pelotudo” resultaba más ajustado que “tonto”, pudiendo este último confundirse con una disminución neurológica. Además, le otorgaba una fuerza especial a la T, consideraba que allí estaba el secreto de la palabra, dando una serie de ejemplos que enalTEcían la T. 

Una lástima que no lo hayan leído, o que no lo tengan en cuenta. Ni siquiera las malas palabras, que parecían las más invencibles, surten efecto. Más bien lo contrario, dichas y redichas, casi escupidas, pierden su astucia y agudeza. En medios de comunicación, paradojalmente, se vuelven buche personal; vana inquina.