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Apuntes en viaje

Olores

Eso le pasó a una amiga de la escuela, de repente a su padre empezó a irle bien y dieron el salto a una clase media acomodada. Se hicieron una casa enorme.

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Olores. | marta toledo

¿No les resulta siempre extraño volver a casa después de unas semanas en otro sitio, de vacaciones o por trabajo o por trámites familiares? Lo primero que siempre me sorprende son los olores. Si no ha quedado nadie en ese tiempo es, por supuesto, antes que nada el olor a encierro. Después siempre hay otros cuyo origen me cuesta descubrir. Papel de los libros de la biblioteca y de las cajas de cartón que todavía guardan papeles sin desembalar. Madera de los muebles. Humedad de una filtración que hubo en el invierno y que no terminó de secarse. Olor a perro. Olor a las piedritas de los gatos. ¿Y cuál será mi olor? ¿Habrá permanecido durante mi ausencia, será parte de esos otros pero no puedo reconocerlo? 

Cuando iba a la primaria, todas, con mis compañeras, vivíamos en casas bastante precarias, a veces muy viejas heredadas de algún pariente, sin tener plata para hacer refacciones; a veces recién construidas pero sin terminar, de nuevo la falta de dinero. De vez en cuando alguna familia tenía la suerte de resultar sorteada en los planes del Fonavi y tener por fin no solo una casa propia sino a estrenar. O, algo más raro aún, alguien pegaba el batacazo y se podía hacer una casa pensada, a su medida. Eso le pasó a una amiga de la escuela, de repente a su padre empezó a irle bien y dieron el salto a una clase media acomodada. Se hicieron una casa enorme, con una habitación para cada hijo, cocina-comedor, living y ¡dos baños! Siempre nos invitaba a hacer la tarea o a jugar los fines de semana, y allí se hicieron los primeros asaltos. 

Presumía de su casa. En su lugar hubiera hecho lo mismo. Pero cada vez que entraba, el olor a bife a la plancha me hacía arrugar la nariz. Ese olor de carne chamuscada parecía adherido a las paredes y a los muebles. Siempre pensaba: qué pena, una casa tan linda llena de olor feo.

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Hace unos años estaba en Paraná, en lo de mi hermana, y tenía que ir a un casamiento. Mi hermana me comentó que una chica del barrio se había abierto un gabinete de estética en la casa. Cobra barato porque recién está empezando, me dijo. Hacía limpieza de cutis, masajes, mascarillas… Me empujó a que fuera, así iba a salir mejor en las fotos de la fiesta. Llamó y me pidió un turno para ese día a las dos de la tarde. Era verano. Caminé esas pocas cuadras abrasada por el sol de la siesta. Toqué el timbre, me atendió la chica y me hizo pasar a lo que habrá sido el comedor convertido ahora en una especie de consultorio con camilla, algunos aparatos eléctricos y una mesa llena de frasquitos. El olor a costeleta flotaba en la habitación pequeña. Me dio un poco de pena porque se notaba que ella le ponía mucho empeño a su nuevo emprendimiento: los muebles, la chaqueta, las cortinas, los volantes que había repartido por el barrio y hasta el cartel pintado que había en la puerta. Sin embargo, vivía con otra gente, su familia, que no la acompañaba, que no podían privarse del bife cuando había una clienta.

Tal vez uno de los olores domésticos que más me gustan es el de las espirales encendidas. Justo estas semanas con la invasión de mosquitos. Para mí es el perfume de la infancia, de las vacaciones largas, la mesa en el patio, las reposeras en la vereda, los televisores girados hacia la calle, las noches con las ventanas abiertas de par en par. 

Al día siguiente el círculo de cenizas cortadas y el aroma como una membrana recubriendo todas las cosas hasta el atardecer, y vuelta a empezar.