Las nuevas tecnologías han introducido, entre tantas, dos mejoras sustanciales en la vida: mejoraron el correo y mejoraron la transmisión de imágenes a distancia. Los correos, al ser electrónicos, aventajaron al de tracción humana, reduciendo los tiempos de espera hasta anularlos en una absoluta instantaneidad. La transmisión de imágenes a distancia, por su parte –esto es, la televisión–, arrojó a una antigüedad casi cavernaria a ese aparato ampuloso y un poco grotesco, el televisor, con su sintonía de cuatro o cinco canales (pero también con sus cien canales, ya con el cable) y con su fijación de mamotreto en el living del hogar familiar.
Hoy en día, mediante esos sofisticadísimos aparatos multifuncionales a los que, no sé por qué, muchos siguen denominando “teléfonos”, cada cual lleva consigo, de manera permanente, un dispositivo de emisión y recepción de correos (esto es, un cartero y un buzón); y además de eso, entre otras cosas, una máquina fotográfica, una filmadora, un álbum de fotos y un televisor. El correo y la televisión, además de haberse vuelto absolutos, se han vuelto además portátiles.
Estos avances, es evidente, son grandiosos, y no podemos sino agradecerlos. Pero solo un positivista, y por ende un decimonónico, y por ende un anticuado, habría de suponer que existe algo así como un proceso lineal de progreso continuo, por el cual lo único que cabe es celebrar la contemporaneidad sin preguntas ni matices. Sin plantearse, por lo pronto, cuáles son los retrocesos que habitan estos avances, qué clase de regresiones se activan con estos progresos, qué huellas de lo arcaico emergen en el corazón de lo nuevo.
Sea: el correo y la televisación han alcanzado, con sus nuevos formatos, un auge por demás excepcional. Pero con ellos, mucho me temo, han retornado o están queriendo retornar, en el ámbito específico de la enseñanza y el aprendizaje, dos variantes antes dadas por perimidas: los cursos por correspondencia (a la manera de las Academias Ilvem o bien de la Academia Pitman) y las clases por televisión (a la manera de Telescuela técnica, aquel programa que, en las mañanas, abría la transmisión).
A favor de aquellos cursos por correspondencia hay que decir que no ambicionaban ningún prestigio académico; los volantes callejeros y los afiches que los publicitaban sinceraban su cometido con la imagen de los recibidos que, a carcajada limpia, enarbolaban sus diplomitas flamantes. Y a favor de aquel programa de televisión, que no tardó en encontrar su parodia exacta a manos de Alfredo Casero, hay que decir que era práctico y demostrativo, inscripto en un imaginario de saberes arltianos, análogo a lo que en lo culinario proponían las recetas de Doña Petrona en Buenas tardes, mucho gusto, análogo a lo que en la prestidigitación proponían Las manos mágicas. Actualmente, en cambio, los cursos por correspondencia y las clases por televisión pretenden tener prestigio académico, y se dan lustre de sofisticación precisamente porque se asocian con las nuevas tecnologías. Se valen de palabras sofisticadas también: “mailing”, “streaming”, “campus”.
El temor a pasar por viejos es uno de los síntomas certeros del viejazo. Suele derivar, en quienes lo padecen, en una sobreactuación más bien impostada de actualidad y de contemporaneidad (en este caso, tecnológica), mientras que los jóvenes de verdad tienden a establecer una relación naturalizada con la tecnología de su tiempo, no precisan subrayar ni declamar, no hacen de eso una causa y una bandera. Los otros suelen dar sus buenos pasos en falso (un poco como los que anuncian “como dicen los chicos ahora”, para proferir a continuación alguna frase de completa inactualidad, del tipo: “tirame las agujas”).
Yo creo, llegado el caso, en la productividad del anacronismo, tal como lo entiende Georges Didi Huberman: apostar al desfasamiento (sostener las posibilidades del cara a cara, el recurso al semblanteo, los ámbitos de interacción más directa, el hablarse y encimarse, interrumpirse o alentarse). ¿Para oponerse al ingreso de las tecnologías en las aulas? Nada de eso: para oponerse, en todo caso, a la liquidación sumaria de las aulas por obra y gracia de las tecnologías.