Para que se reconcilien el agresor y el agredido, o aun los que intercambiaron agresiones, es preciso, no cabe duda, que antes cese la agresión. ¿Un ejemplo? El de Sudáfrica. Que aseguran que Nicolás Massot, diputado por el PRO, conoce en profundidad, porque se ha especializado en el tema.
¿No es extraño que Massot colija de esa referencia, por demás tan considerable, una especie de conclusión respecto del caso argentino? ¿Y que desprenda de ella, más aún, un llamado a que nos reconciliemos todos por fin, después de lo que sucedió durante los años setenta?
De la reconciliación de los asesinados (en sus seres queridos) con los asesinos, de las violadas con los violadores, de los torturados con los torturadores, nada diré, lo dejo aparte. No haré el intento aquí de concebir la reconciliación de la embarazada con el tipo que la picaneó por la vagina, ni la de los familiares de los prisioneros que fueron arrojados al mar con aquellos que los arrojaron desde aviones criminales.
En esos años, como es bien sabido, no existió solamente la muerte. En la guerra que los represores aseveran haber librado, hubo además desaparecidos. Es decir, este tormento: el de la cruel sustracción de los cuerpos, la incertidumbre atroz, la imposibilidad incluso del duelo. Pues bien: esa situación en gran medida todavía se sostiene. ¿Qué hicieron con los cuerpos, dónde están? No lo dicen.
Y en esos años, como es bien sabido, hubo robo de bebés. Los quitaron y se los llevaron, sin revelar quiénes eran ni en manos de quiénes estaban. Pues bien: también esa situación perdura. Porque esas personas, hoy adultos de alrededor de cuarenta años, siguen secuestradas, privadas de su derecho a la verdad y a la identidad. ¿Quiénes son, quién las tiene? No lo dicen.
Hablar, entonces, de reconciliación es cuando menos desconcertante. Si es que no, peor aún, un hecho de mala fe, un acto más de hostigamiento.