Amanezco trabajando en Uruguay con el peso argentino cotizando a 0,00. Es una situación inédita. Los bancos uruguayos te sugieren así que no te comprarán argentinos, por un lado porque no tienen a quién vendérselos y por otro porque no se entiende para qué. Si querés llevarlos al banco, podés dejarlos ahí, que te los toman a cambio de nada. Pero si querés comprarlos, cuestan medio peso uruguayo.
Mi moneda ha desaparecido. Simultáneamente, desaparecerá mi acento.
Como estoy filmando una película del dúo Nico Branca/Tincho Barrenechea y el argumento –muy futbolero– me reclama un personaje uruguayo, debo hablar con estricto acento oriental. Lo mismo que en inglés o en alemán se me haría evidente, aquí opera de manera misteriosa: viendo cómo hablan ellos, debo descubrir cómo hablamos nosotros, porque si no, no se nota en absoluto, pero ellos lo notan al instante. Su acento es sutil, lo cual demora todas mis escenas. Soy un paria. Pero me adoptan. Es un equipo extraordinario con un sentido del humor que me hacía falta: han depuesto hace rato la ironía, como si fuéramos hermanos algo distanciados que se abrazan con firmeza después de alguna tragedia familiar. Así que me ayudan a hablar como ellos y en mi confusión yo afirmo que me ayudan a ser como ellos. Hablar es como ser.
La primera observación –algo obvia– es que no se debe alargar ninguna vocal. Eso es de porteños, me dicen. Todas las vocales de la frase deben tener la misma duración y en lo posible esa duración debe ser ninguna. Es decir que no hay que detenerse a alargar o exagerar o aseverar el énfasis de ninguna palabra. Esto que a veces admiten como falta de ímpetu o como franca chatura es arduo para un porteño, porque tenemos opinión sobre todo y creemos que esa opinión debe ser emitida y escuchada por todos y además queremos que esa opinión respire alojada en las palabras. Imito lo que oigo, seco y cortante. Lanzo las frases como flechas hacia su final. Pero quien me dicta una forma de decir es siempre alguien distinto, así que dudo de si estaré actuando mi personaje o más bien imitando a alguien diferente en cada escena: un gaffer, un asistente, una vestuarista. Soy un mosaico de sus voces, soy un pueblo. Y da igual: si fallo en la intentona, siempre nos queda la isla de edición para el doblaje.
Hasta que por repetición, pasan los días, las semanas, y armo mis propias frases uruguayas. Combino lo que escuché de unos y otros en los momentos más inesperados. Hago de su lengua mi propia habla. Y ahí empieza a ponerse bueno. Soy como un chico (un botija, perdón) que aprende un idioma desde cero. Dado que en la película a veces hay que improvisar, manejo sin GPS y, al hablar, me siento otro. Esto no siempre sucede a quien actúa, más bien suele pasar todo lo contrario: uno nunca es tan uno mismo como cuando actúa.
Hay otras anomalías del habla uruguaya que merecen mi mayor atención. La anteúltima sílaba es la única que se eleva apenas sobre la última, como el cerro de Montevideo, que es casi plano. La expresión “tá” sirve para muchas cosas, la mayoría de ellas contradictorias. Y el “bo” no es “vos” pero a veces suena igual y entonces sí es.
Mi compañero de escena, Enzo Vogrincic, un joven actor que da muestras de una inteligencia y una sensibilidad todoterreno, se queja un poco de que esa forma plana de llegar al final de la frase le quita muchos matices a la actuación en uruguayo. Yo, por mi parte, imagino que los argentinos les debemos sonar exagerados y enfáticos, italianos desterrados y quejosos, sujetos autoritarios y soberbios. Cierro los ojos y escucho y comparo. ¿Y si fuera solo la forma de hablar? ¿Y si aún hubiera esperanza para nosotros?
“El virus no nos reconoció como país, por eso casi no nos toca”, bromea alguno. “Es que los uruguayos somos pocos y nos organizamos solos”, explica otro ya no en chiste.
Cambié el habla, cambié la sangre. Aquí puedo imaginar un futuro y allí solo una repetición paródica y reactiva de malos momentos.
El final es algo triste. Yo sé cómo acaba este idilio: Uruguay es una cosa que se termina cuando te bajás del Buquebús. Quizás no esta vez, me propongo, en serio: no esta vez que hablé como uno de ellos. Como uno de nosotros.