Recientemente fue creada una "Pensión Universal para el Adulto Mayor", con la aprobación en el Congreso de la ley que incluía blanqueo y "reparación" de algunas jubilaciones.
Fue propuesta como una alternativa para superar las limitaciones de las moratorias previsionales que, al ser medidas de coyuntura, no generaban un derecho permanente: las futuras generaciones de viejos quedaban a expensas de eventuales prórrogas de la moratoria, a cargo del gobierno de turno. Sin embargo, la Pensión Universal tiene una vigencia limitada al plazo de tres años desde su sanción, de modo que no resuelve, más allá del discurso, las limitaciones de las moratorias. Por el contrario, constituye una protección de menor calidad en relación a ellas.
Fundamentando la importancia de realizar un "reconocimiento" a los jubilados que sí cotizaron, la pensión universal no tiene la misma categoría que una jubilación corriente (a diferencia de aquéllas a las que se accedía a través de las moratorias). En primer lugar, su monto es inferior a la jubilación mínima (establecido como el 80% de la misma). Por otro lado, no genera derecho a pensión a sus dependientes en caso de muerte, es incompatible con otras prestaciones (como una pensión) y en el caso de las mujeres su acceso se habilita cinco años más tarde que la edad jubilatoria legal (a los 65 años en lugar de los 60).
La importancia de "reconocer" a los contribuyentes según la medida de sus cotizaciones es una idea a la que estamos acostumbrados, pero cuyo debate nos debemos.
Existe un fuerte arraigo en nuestra sociedad a concebir la jubilación como una contraprestación a los aportes descontados a los trabajadores registrados. Sin embargo, cabe preguntarse si una prestación pública debe ser "a la medida del aporte realizado al financiamiento" o, antes que nada, "a la medida del derecho" que fundamenta su existencia. Porque si lo que importa es garantizar a los adultos mayores un ingreso para proteger la vejez, las cotizaciones podrían interpretarse, no como un determinante de los objetivos y características de la protección, sino como una modalidad para financiar la política social.
Otra idea recurrente es que recompensar a quienes han cotizado es importante para incentivar la realización de aportes. Pero siendo que los aportes jubilatorios son obligatorios, no queda clara la necesidad de estimularlos, premiarlos y esperar que sean realizados. De hecho, la elección de evadir tales aportes depende, en las relaciones de dependencia, más de la voluntad del empleador que del potencial beneficiario de una prestación previsional. Y en el caso de muchos trabajadores que debieran aportar como monotributistas y no lo hacen, la evasión se produce casi forzosamente debido a un escaso margen de ganancia.
También se suele señalar que recompensar las cotizaciones es un "reconocimiento" al trabajo y el esfuerzo. Sin embargo, podríamos discutir si el acceso al empleo formal y a mejores remuneraciones refleja, fielmente, un mayor esfuerzo que los trabajos fuera del mercado o en el empleo informal. Lo cierto es que este esquema resulta en una protección con menor calidad para los más vulnerables, quienes han transcurrido su vida laboral en la informalidad o el el trabajo no remunerado, casi siempre por motivos relacionados con elecciones de evasión de sus empleadores, o con características del sistema económico que invisibiliza el aporte de su trabajo o lo remunera en un bajo nivel.
Si en Argentina la protección de la vejez no "recompensara" las cotizaciones, sino que protegiera a todos por igual, no habría un solo viejo argentino cobrando un haber insuficiente. Por ello, sería importante preguntarnos si queremos un Estado que priorice un piso de protección mínima y jubilaciones contributivas sustitutivas, o un piso de protección de calidad, sin jubilados de segunda.
*Investigadora en Ciecs–Conicet. Doctora en Ciencias Sociales (UBA).