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Queremos tanto a Cortázar

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Julio Cortázar. | NA

Cuarenta años no es nada, y sin embargo cómo se lo extraña. Julio Cortázar (26 de agosto 1914-12 de febrero 1984); no solo creó páginas imperdibles, mundos imaginarios para transitar durante siglos, maniobras de lenguaje capaces de sortear las curvas más estrechas del destino y las más empinadas cumbres literarias; también inventó personajes inolvidables como los cronopios o La Maga; encrucijadas fantásticas que renovaron el género, volviéndolo rioplatense desde París; y por último, aunque parezca un comentario sin fundamentos, produjo un cambio del lado de la lectura: consiguió angostar el puente que separa a los escritores de los lectores, se convirtió en cómplice, amigo. Le inyectó afecto a la literatura. Por muchos años casi no era leído en la Facultad de Letras, lo desdeñaban importantes académicos, y ni siquiera la Argentina supo recibirlo en 1983, cuando regresó junto con la democracia.

Pero durante todo ese tiempo de indiferencia engreída, los lazos con sus lectores se afianzaron cada vez más, construyendo una trama firme. Así como los pueblos han llegado a derribar a autoridades, los lectores de Cortázar fueron los auténticos reivindicadores de su obra.

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Sus cuentos nos aterran, y nos encantan. Viajamos de un cielo a otro cielo, de las Guerras Floridas a una clínica en París, de la Galerie Vivienne al Pasaje Güemes, y el goce del lenguaje nos envuelve en variaciones innovadoras, combinando lo lúdico con lo metafísico, mientras va inventando algunas palabras (neologismos) para que las pasiones sean únicas y no se repitan los “te quiero”. 

A tal punto su amistad con los lectores es fecunda –e intangible– que el otro día una persona me contó, ¡mostrándome las fotografías!, que al pie de cada uno de los escalones que conducen a su terraza fue anotando las Instrucciones para subir una escalera que Cortázar publicó en 1962, dentro de sus Historias de cronopios y de famas (en la maravillosa editorial Minotauro). Cuán presente está Cortázar, hasta para ir a colgar la ropa.

Es cierto que detrás de un gran libro no sabemos quién está. Como sugería Thomas Mann: “Seguramente conviene que el mundo conozca solo la obra bella y no sus orígenes, las condiciones que determinaron su aparición, pues el conocimiento de las fuentes en que el poeta bebe su inspiración lo confundiría, lo asustaría a menudo, dañando así el efecto de las cosas excelentes”. 

Gran observación del autor alemán. Sin embargo, ese pudor, esa reticencia, me parece que con Cortázar se vuelven superfluas, no son necesarias. Sus cartas lo reflejan de corazón abierto, candente, siempre dispuesto a dar una palabra. 

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Inolvidable su correspondencia con Alejandra Pizarnik, zarandeándola con el mayor de los cariños, “te quiero viva, –le escribió poco antes de que la poeta se suicidara–, date cuenta de que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza, y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte. Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya”. (Lamentablemente la respuesta de Alejandra fue rotunda: “Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo. Creo que no tolero más las perras palabras”).

A tal punto Cortázar manifestó su afecto a través de la escritura que llegó a desafiar a la muerte y sus desencuentros. En otra carta memorable, titulada “Carta en mano”, de Julio Cortázar a Felisberto Hernández, nuestro querido autor aprovechó un prólogo que le encargaron para traficar un mensaje que atravesara los tiempos, y llegar así a Felisberto Hernández (que había muerto hacia algunos años), contándole de un bar en Chivilcoy, donde casi se encuentran décadas atrás, por unos pocos días, y cuánto hubiera cambiado su destino (el de Cortázar) de haberlo conocido. Para remedar el fallido de semejante desencuentro, bien valía retar al destino –en su doble acepción: desafiarlo y reprenderlo–. Por eso su carta comienza así: “Felisberto, tú sabes (no escribiré ‘tú sabías’: a los dos nos gustó siempre transgredir los tiempos verbales, justa manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos hostiga con calendarios y relojes)”. En esa misma carta-prólogo, el autor de Rayuela menciona las “órbitas tangenciales”. Podríamos interpretarlas como fronteras que nos aúnan. ¿Y si nos apostamos en uno de sus bordes y lo recibimos nuevamente?