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Tiempo y forma

16-4-2023-Logo Perfil
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Está en la esquina de Jufré y Scalabrini Ortiz. No tiene nombre, no lo precisa. Reúne en un mismo local una librería escolar y una juguetería, vale decir, el mundo de las obligaciones de la infancia (los útiles, las tareas, los deberes, el tiempo ocupado) y el mundo de su disipación (el juego, la diversión, el tiempo libre). Es frecuente esa combinación de rubros, por supuesto, asumiendo bajo la lógica del comercio la distribución del tiempo de los niños entre ciclo lectivo y vacaciones, entre horas de clase y recreos (aunque es cada vez mayor la presión, ya a esa edad y tanto más en la vida adulta, para que el tiempo de la producción lo abarque todo, y el tiempo de ocio, sentido como un desperdicio, suscite remordimientos).

Librería escolar, entonces, y también juguetería. Lo que tiene de especial la que está en Scalabrini Ortiz y Jufré es el tipo de relación que entabla con el pasado. Prevalecen en el lugar materiales hoy mayormente relegados; huele a papel, huele a tinta, huele a madera; hay telas, hay metales, hay goma. El volumen de las cosas, no menos que su tangibilidad, recupera un espacio perdido a manos de la virtualidad y su como-si de la realidad del mundo. Los autos, las muñecas, las lapiceras, las lupas, las fichas, los hojalillos: nos ponen de nuevo en contacto con otro modo de la existencia.

No se trata de un anticuario, mucho menos de un negocio quedado, tampoco es un museo de sí mismo. Es un comercio tan activo como actual, que adopta a conciencia la decisión de desacompasarse del vértigo estéril del puro presente. El apego amoroso al pasado no tiene por qué ser necesariamente expresión de conservadurismo o de resistencia a los cambios. También puede ser una forma de entrar en fricción con el estado de cosas imperante, cuando tal estado de cosas nos frustra, nos contraría, nos acongoja.

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Hay un gesto de retención del pasado (pienso en esta librería y juguetería, porque la veo cada mañana, pero también en Días perfectos de Wim Wenders, porque la vi hace unos días en el cine) que no implica regresión ni estancamiento, sino un disenso con el presente, practicado sin estridencias y sin declamaciones. Eso bueno del pasado, que en el presente inexiste, pasa a funcionar como un indicio de que este presente no es una derivación ineluctable del pasado, que no es su consecuencia inexorable, que no tiene por qué ser como es, que podría haber sido de otra forma, que podría ser distinto en el futuro.

Hay entonces un apego amoroso al pasado que, al disentir con el presente, no convoca a una vuelta atrás, no estimula una mera nostalgia, no pretende solo aferrarse a las cosas de antaño. Si discrepa del presente, aunque lo haga en clave de pretérito, a lo que abre es a un futuro distinto: distinto de lo que es, distinto de lo que hay. Y eso cobra una importancia especial, toda vez que los poderes de siempre han sabido disfrazarse de cambio y presentar su sempiterna vocación de sometimiento con el aspecto desconcertante de una falsa novedad.